Llegué a casa con el corazón en la boca. Cerré la puerta detrás de mí, con cuidado. Mi padre estaba en el salón y juraría que me saludó, pero apenas lo recuerdo. Fui directamente a mi habitación sin mediar palabra. Mi cabeza estaba intentando comprender lo que había visto, pero nada tenía sentido.
¿Cómo iban a ser capaces de hacerme eso?
Solo que lo habían sido.
Enterré la cabeza entre mis manos, sentada en mi cama. No quería creérmelo. Todo iba bien hasta entonces —bueno, no realmente, pero dejémoslo en que no iba tan mal como en ese momento—, y descubrir eso me dolió. Y estaba cansada de pasarlo mal. No quería creerlo porque eso significaría entrar en una fase de mi vida que probablemente no me iba a gustar.
Había conocido a Daniel cuatro años atrás, estando de vacaciones en la playa con mis padres y mi hermana. En aquel entonces yo tenía catorce años, y Daniel quince. Nos conocimos en el camping donde nos alojabamos, empezamos a hablar y descubrimos que teníamos muchas cosas en común.
Poco a poco, casi sin darme cuenta, me fui enamorando de él, pero no empezamos a salir inmediatamente porque la enfermedad de mi madre se complicó y yo no tenía tiempo para dedicar a otra cosa que no fuera ella, aunque a mamá no le gustara. Aún así, Dani estuvo a mi lado como amigo, apoyándome y siendo un hombro en el que llorar siempre que lo necesité. Mamá murió y, cuando empecé a recuperarme, sucedió lo inevitable: empezamos a salir.
Tres años había durado la relación, y ahora él lo había tirado todo por la borda. Y no solo nuestra relación, sino mi amistad de años con Marta.
De repente, antes que triste, me sentí enfadada. Muy, muy enfadada. Cualquiera que lo viera desde fuera se habría pensado que lo mío había acabado en demencia, pero tenía ganas de golpear algo. O a alguien. A Daniel, por ejemplo. No golpearlo de forma violenta, ni nada de eso, no me gustaban las peleas, habría sido un golpe más simbólico. Para desahogarme, y por imbécil.
Y como estaba en contra de la violencia —al menos contra las personas—, le tocó pagar el pato a mi otra fuente de estrés: los apuntes de la Selectividad. Mis libretas, hojas de papel, libros, bolígrafos, subrayadores, post-its, archivadores, e incluso el muñequito de Buda que me habían regalado años atrás a modo de broma y que se había convertido en una especie de amuleto de estudio, fueron al suelo cuando mis brazos pasaron de forma agresiva por la mesa, tirándolo todo a su paso.
Solté un grito sin que me importara que papá y Claudia pensaran que había enloquecido y lo siguiente en ir al suelo fue, casualmente, un marco con fotografías de Dani y mías que él me había regalado cuando cumplimos dos años. El marco chocó contra el suelo y este se llenó de cristales. Me senté en el suelo y fui a cogerlo, pero un cristal pinchó mi dedo y la sangre no tardó en brotar de la herida. Solté un gruñido de frustración y, entonces, las lágrimas inundaron mis ojos, emborronando el rojo de la sangre en mi visión.
Grité de nuevo, enfadada, y la puerta de mi habitación se abrió.
—¿Qué...? —empezó Claudia, pero cuando vio cómo estaba la situación se quedó muda unos segundos antes de volver a hablar—. ¿Te has vuelto loca?
—Ojalá —contesté, mi voz saliendo ahogada y acompañada de más lágrimas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, arrodillándose delante de mí y quitándome el marco de las manos.
Miró las fotos que había en el marco, y su ceño se frunció.
—¿Qué te ha hecho? —preguntó, con la rabia en su voz.
—No quiero hablar de eso —gruñí, porque decirlo en voz alta lo haría real, o al menos así lo sentía yo.
—Mira, lo voy a matar cualquier día de estos —contestó ella—. Cuéntamelo, no seas cabezona.
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Los días en Auckland
Romance¡YA DISPONIBLE EN PAPEL EN AMAZON! A Julia le rompieron el corazón. Doblemente, y a la misma vez. Dos de las personas más importantes de su vida la traicionaron, aunque no se puede decir que fuera algo tan inesperado. Tampoco se puede decir que su c...