Treinta y uno

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Lo bueno del verano era que la mayoría de la gente, aunque trabajara, aprovechaba los fines de semana para irse a zonas más frescas o cercanas al mar, cosa que nos permitía a Max y a mí tener casa libre.

Mi padre y mi hermana hacía ya una semana que habían vuelto de Tarragona. Papá se había reincorporado a su trabajo como contable en una pequeña inmobiliaria en Gràcia, y Claudia... No tenía ni idea de qué estaba haciendo con su vida. Aparecía de vez en cuando por casa, pero se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, lo que me daba algo de envidia porque a los diecisiete a mí no se me permitía pasar tanto tiempo fuera de casa, pero supongo que es lo que nos toca a las hermanas mayores.

El tema es que los padres de Max se habían ido de escapada de fin de semana a Cadaqués, así que no había nadie en su casa... Excepto Miriam, pero al parecer tenía planes para ese viernes por la noche.

Max estaba echado en su cama a mi lado, desnudo, con el cuerpo sudado y la respiración aún agitada. Era la primera vez que estaba en su habitación, y apenas había tenido tiempo para fijarme en esta porque habíamos entrado con prisas, mientras la ropa empezaba a caer al suelo.

Era un cuarto relativamente ordenado. Nuestra ropa estaba esparcida por el suelo y tenía un par de libretas y papeles encima del escritorio, pero por lo demás estaba todo bien organizado. Había una estantería llena de libros, tanto de narrativa como de arquitectura y arte en general. En la pared había planos y plafones con garabatos y diseños de edificios y espacios impresos en ellos.

Me incliné, aún echada en la cama, para alcanzar mis bragas, y me incorporé para poder ponérmelas. Max me miraba sin decir nada, con curiosidad, mientras lo hacía, y me levanté para poder ver uno de los planos de cerca.

—¿Qué es? —le pregunté, interesada, porque parecía muy trabajado.

—Mi proyecto final de grado —contestó, levantándose de la cama y caminando hacia donde estaba yo.

Se puso justo detrás de mí, pero mis ojos escrutaban el plafón que había al lado del plano, presumiblemente del mismo proyecto.

—¿De qué iba? —inquirí, mientras su mano encontraba mi abdomen y dejaba un beso en mi hombro.

—Es un museo de cine —me explicó—. Tiene dos recorridos: uno por la historia del cine a nivel mundial, y el otro a nivel español. También hay zonas para exposiciones temporales, todas relacionadas con el mismo mundo, y varios auditorios para proyecciones. Quería hacer algo también dedicado al cine experimental, pero la verdad es que no pude porque se me tiró el tiempo encima. Es lo malo de dejar las cosas para última hora.

—No parece algo hecho a última hora —contesté.

—Bueno, la verdad es que llevaba tiempo pensando en ello, así que no fue tan difícil hacerlo cuando me puse —dijo, rascándose la nuca—. Oye, ¿quieres ir a la ducha?

Sonreí y asentí con la cabeza, pero justo en ese momento se escuchó la puerta principal cerrarse.

—Ya está aquí la cortarollos —gruñó Max.

—No seas quejica —le dije, dándole una palmada en la espalda.

Me puse algo de ropa y salí de la habitación para encontrarme la puerta de la de Miriam abierta, y a ella agachada en el suelo rebuscando en los desordenados cajones en los que guardaba la ropa.

—¿Has perdido algo? —pregunté, y dio un bote, girando la cabeza en mi dirección para después llevarse una mano al pecho.

—Joder, Julia, casi me da un infarto —me dijo, mirándome.

—Pero si ya sabías que estaba aquí —contesté.

—Ya, pero no me esperaba que aparecieras cual ninja en mi habitación —me reprochó—. Entra, entra, que necesito que me ayudes a elegir modelito para esta noche.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora