Cierro la libreta en cuanto escucho a Max llamando a la puerta de la habitación. Pongo el cuaderno negro de nuevo donde suele estar, en el cajón de mi mesita de noche. Me levanto, lista para salir, y abro la puerta. Él ya no está al otro lado, está dando vueltas por casa, buscando vete a saber qué.
—¿Necesitas ayuda? —le pregunto, en voz alta, porque no sé dónde está exactamente.
Escucho sus pasos por la cocina y voy en esa dirección para, una vez allí, encontrármelo rebuscando en los cajones. Me apoyo contra el marco de la puerta y cruzo los brazos, con una sonrisa bailando en mis labios. A ver qué ha perdido ya.
—No encuentro las bolsas de tela —me dice, concentrado en su búsqueda.
—Tercer cajón —le informo, y él asiente con la cabeza antes de mirar en el sitio que acabo de decirle.
Efectivamente, en el tercer cajón están las tres bolsas de tela que solemos usar para llevar la compra.
—Ah, pues sí que estaban aquí —murmura, rascándose el cuello.
Max es un desastre. Es algo que he ido descubriendo con el tiempo, porque consigue hacer que pase desapercibido pero supongo que, después de casi tres años juntos —ininterrumpidos, esta vez—, es difícil no darse cuenta. Lo pierde todo, se olvida de dónde ha dejado las cosas... Lo que es un milagro es que tenga un sentido de la orientación tan bueno, pero eso es solo en la montaña, o en sitios naturales en general, porque en la ciudad también se pierde fácilmente.
Lo que me parecía raro era que su habitación estuviera siempre tan ordenada, pero hace ya un tiempo que me confesó que la recogía antes de que yo viniera. Al menos ahora se esfuerza para mantener nuestro cuarto ordenado.
Cuando ya tenemos las bolsas, salimos del pequeño apartamento en dirección a la calle. Estamos en mayo, pero el aire que corre esta tarde es algo frío. Por suerte, no es tan intenso como otros días. Hay veces en que solpa tan fuerte que pienso que me va a tirar al suelo.
Camino tranquilamente mientras miro algo en el móvil, y de repente noto la mano de Max cogiéndome con suavidad del brazo para tirarme hacia él. Levanto la mirada, y veo que me ha salvado con sutileza de comerme un poste de la calle. Suelto una carcajada y Max se echa a reír, aunque no es algo tan extraordinario —porque sí, han pasado cosas parecidas antes—. Los dos tenemos nuestras rarezas, pero lo bueno de conocer las del otro es que puedes salvarlo de situaciones como un chichón en la frente por darse un golpe contra el mobiliario urbano, o de no encontrar las bolsas de la compra.
Llegamos al supermercado y empieza la exploración de todos los viernes. Compramos cosas básicas que se nos han terminado, y miramos a ver qué cosa extraña podemos comprar hoy. Cada viernes, aprovechando que es el día de hacer compra, Max y yo compramos algo que no hayamos probado antes y que nos dé curiosidad.
—Mira esto —dice él, con una lata en la mano, y me acerco a ver qué ha encontrado.
—¿Bebida energética con mojito? —Arrugo la frente al levantar las cejas, y luego hago una expresión de desagrado—. Tiene pinta de que si me tomo eso, no volveré a dormir nunca más.
Max se encoge de hombros y deja la lata donde estaba, para luego seguir mirando. Parece que hoy tocará comprar alguna bebida alcohólica rara, porque ya estamos en esa sección, y hay cosas muy interesantes.
Estoy examinando una de las estanterías con la mirada, parándome a leer la descripción de cada una de las latas y botellas, cuando algo llama mi atención.
—Martini con fruta de la pasión —leo lo que pone en la lata, y me fijo en que justo al lado hay el mismo producto, pero en formato de dispensador de dos litros.
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Los días en Auckland
Romance¡YA DISPONIBLE EN PAPEL EN AMAZON! A Julia le rompieron el corazón. Doblemente, y a la misma vez. Dos de las personas más importantes de su vida la traicionaron, aunque no se puede decir que fuera algo tan inesperado. Tampoco se puede decir que su c...