Veintiséis

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Lo voy a matar. Voy a salir de aquí arrestada por homicidio. Maldito Max por dejarme así, maldita yo por empezar este juego de mierda, y maldito todo el mundo, joder.

Mi mente no paraba de hacer promesas homicidas mientras salía del cubículo del baño, aún con una sensación vibrante entre las piernas y una frustración creciente.

Lo peor de todo es que ni siquiera estaba cabreada de verdad, ni me sentía humillada, ni nada de eso: estaba tan excitada que apenas podía soportarlo. Max había cumplido su objetivo con creces y, cuando llegué a donde estaban el resto, que seguían en la zona de los sofás, pude ver que había una sonrisa de satisfacción en su rostro, aunque supo disimular el hecho de que iba dirigida a mí. Ya podía estar contento, ya, porque estaba que me subía por las paredes.

Me acerqué a ellos fingiendo toda la tranquilidad que pude, y al parecer funcionó porque Pablo y Sandra, que ya se había cansado de bailar, me saludaron perezosamente. Cogí mi copa de vino de la mesa y di un largo trago antes de pasar a la acción. Poco me importó que al resto de la mesa les pudiera parecer raro, pero cogí a Max por el brazo y me lo llevé de ahí. Él se dejó llevar, porque seguramente ya se lo esperaba, y no lo miré pero estaba segura de que sonreía.

—Te has pasado tres pueblos —le dije, frustrada, y a él le debió de parecer divertidísimo porque su sonrisa solo hizo que ensancharse.

—Ojo por ojo, Julia —contestó, y no pude evitar sonreír yo también—. Yo también me quedé con las ganas el otro día, en la playa.

—Oye, ¿tú no escuchas a Gandhi y eso de que ojo por ojo y todo el mundo acabaría ciego? Pues ya sabes —respondí.

Max soltó una carcajada.

—Luego dirás de mí, pero tú tampoco estás muy bien de la cabeza —comentó, y no pude evitar reírme yo también.

Aunque la proximidad de Max tampoco ayudaba, al reírme conseguí relajarme un poco más. Mi plan había sido llevarme a Max a un rincón y dar rienda suelta a mis fantasías, pero ahora que estábamos hablando y riéndonos juntos de las tonterías que decíamos, esa urgencia desapareció. No es que ya no quisiera acostarme con él, en absoluto, pero no quería hacerlo con prisas y mal. Nos merecíamos algo mucho mejor que eso.

Así que Max me acompañó a la barra y me pedí otra copa de vino. Venían llenas por la mitad y yo solo llevaba tres, así que tampoco iba tan mal. Max decidió pedirse otro refresco y nos sentamos en los taburetes de la barra.

—Por cierto —me dijo cuando di el primer sorbo a la copa de vino blanco—. Hayes te manda recuerdos. Dice que me ahogues en el mar, si puedes, que le harías un favor.

Solté una carcajada y negué con la cabeza.

—De poco me sirves ahogado —contesté, y esta vez fue él el que rió.

—Ayer hablé con él —me contó—. Me dijo que ha tenido una época de follar mucho y, ahora que se le ha pasado, se ha dado cuenta de que quiere volver con Ellie. Luego me pegó un rollo filosófico de media hora sobre el sexo y el amor, como si él fuera un experto.

—Entonces, ¿volverá con Ellie? —pregunté, esperanzada, porque me parecían una pareja de diez.

—Ni idea. —Max se encogió de hombros—. No sé si Ellie también quiere, hace bastante que no hablo con ella.

—¿Y si la llamamos? —propuse, y Max levantó las cejas, divertido.

—Si hay WiFi en este lugar, se puede hacer —dijo—. Aunque yo no seré el que intente convencerla de que vuelva con Hayes, eh, que luego si vuelven me echará la culpa a mí.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora