Veintidós

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—¿Andrea viene, al final? —le pregunté a Sandra, que estaba echada en su cama, mirando el móvil.

—Dice que no —contestó, sin despegar la mirada de la pantalla.

—Desde que está con Aitor casi ni la vemos. —Suspiré, desistiendo de la idea de plancharme el pelo.

Hacía un calor horrible y de noche la temperatura seguía siendo bastante alta, así que decidí recoger mi largo pelo en una cola y terminar con el problema. Me había obsesionado con estar perfecta para esa noche, pero luego me di cuenta de que si me arreglaba demasiado ni siquiera estaría cómoda, así que lo dejé correr.

—Están en la fase de luna de miel —dijo, bloqueando su móvil y dejándolo en la cama—. Se le pasará.

—Eso espero —murmuré, sentándome a su lado.

—¿Cómo va tu plan de no tirarte a Max? —me preguntó con una sonrisa malévola.

—Fatal —contesté con honestidad, echándome hacia atrás hasta apoyar la cabeza en una de las almohadas—. Es decir, ganas no me faltan, y el otro día va el tío y me dice que no se arrepiente de lo que pasó en Auckland.

—¿Por qué iba a arrepentirse? —Sandra levantó una ceja.

—No lo sé —dije con otro suspiro, porque realmente no tenía motivos para pensar que lo hacía, pero que me lo hubiera dicho solo me había dado más ganas de volver a lo que habíamos tenido un año atrás.

—Y, ¿qué harás con Fede? —hizo la pregunta del millón y tuve que reprimir otro suspiro porque aún habría parecido mucho más dramática de lo que soy, que ya es decir.

—Tampoco lo sé. —Me encogí de hombros.— Lo vi el martes, follamos y luego estuvimos hablando un rato, parecía que iba todo bien pero en cuanto se fue volví a rayarme. Ayer me dijo de quedar y tuve que inventarme una excusa tontísima. ¿Tú te crees lo patética que estoy siendo? Lo peor es que Fede me gusta, pero estando Max por aquí la cosa se complica. Ay, no sé. Supongo que cuando vuelva a irse me serenaré otra vez.

—Puedes intentar olvidar a Max a base de echar polvos con Fede —sugirió.

—¿Puedes parar de recetar el sexo como remedio a todos los males? —le pedí.

Sandra rió.

—Es que lo es —contestó—. Mira, yo no te recomiendo que lo hagas con Max, pero es probable que termine pasando. Deberías haber visto cómo te miraba el otro día. Parecía que quisiera darte hasta que le pidieras más y más.

Solté una carcajada.

—Tú estás loca —le dije.

—Tengo ojos en la cara y, como tú siempre dices, se me da bien leer a la gente —respondió.

La conversación murió ahí porque entró el hermano pequeño de Sandra buscando la PlayStation que sus padres le habían escondido —tenía trece años, una edad muy mala, el pobre— y empezaron a discutir porque Sandra decía que siempre estaba husmeando entre sus cosas.

—Y si lo que buscas es dinero, soy pobre, así que olvídate —finalizó la bronca que le estaba echando con esa frase.

—Vale, histérica. —Él levantó las manos como pidiéndole que se calmara, haciéndose la víctima como si no hubiera empezado él la discusión, y salió de la habitación.

—¿Claudia también es así de pesada? O, ¿lo era a los trece? —me preguntó, exasperada, cuando los pasos de su hermano se alejaron del cuarto.

—Claudia pasa de mí la mayor parte del tiempo, excepto cuando tiene un mal día y necesita gritarle a alguien —contesté.

En realidad últimamente Claudia estaba de mejor humor, y tenía la firme convicción de que tenía que ver con la chica esa que me había comentado, tiempo atrás, que le gustaba, pero era imposible sonsacarle ninguna información porque era un libro cerrado herméticamente.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora