Las cosas tardaron tan poco en empezar a ponerse feas que fue hasta sorprendente. Debí haberle dado más importancia a la obsesión de Fede con el tema de Max, pero en mi defensa diré que era un pensamiento al que no quería volver. Cada vez me dolía menos pensar en él, es cierto, pero seguía sin hacerme gracia.
Era un sábado, y apenas quedaban unos días para que terminara el año. Estaba en casa de Fede y, aunque me había echado en la cama poco después de comer, cuando me desperté ya estaba empezando a anochecer. Fue una sensación rara, como las que tienes después de una mala siesta, de haber descansado mal. Me sentí un poco desorientada al despertarme y, por cómo me miraba Fede, que estaba sentado en la silla de su escritorio, supe que algo no iba bien.
—¿Cuánto rato llevo durmiendo? —pregunté, arrastrando cada palabra porque aún me costaba hablar con claridad.
Él tardó unos segundos en contestar, y ni siquiera necesitó mirar el reloj.
—Tres horas —respondió con un tono demasiado neutro para tratarse de él.
—Oh, joder, lo siento —dije, incorporándome hasta quedar sentada en la cama.
Fede no contestó, y ahí fue cuando me di cuenta de que, decididamente, algo iba mal. Quería preguntarle qué pasaba, pero seguía adormilada, así que me froté los ojos para darme un poco de serenidad. Estiré mi cuerpo, notando cómo el entumecimiento hacía que me doliera al movimiento, y solté un gemido. Luego miré a Fede.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí —musitó de forma cortante, y fruncí el ceño.
Sabía perfectamente que, aunque estuviera diciendo que todo iba bien, su tono me pedía "sigue insistiendo, que me estoy haciendo el duro". De verdad que como vuelva a escuchar a alguien decir que las mujeres somos complicadas, le pego un puñetazo.
—¿Estás seguro? —insistí.
Él suspiró y me miró con una expresión que no supe descifrar, pero no auguraba nada bueno.
—Me dijiste que ya no hablabas con Max —escupió con rabia, notablemente enfadado.
Tuve que reprimir un grito de frustración, porque estaba harta de ese tema, y en vez de eso intenté hacerme la comprensiva una vez más.
—Y no hablo con él —respondí con honestidad, porque era cierto. Llevaba ya más de tres meses sin tener ningún contacto con Max.
—Ah, ¿no? —inquirió, y pude ver que se estaba enfadando aún más.
Levantó mi móvil de la mesa del escritorio, a su lado, y me lo enseñó, por lo que pude fijarme en que estaba desbloqueado. Fruncí el ceño antes de ver que tenía la conversación con Max abierta, y que había un mensaje de hacía media hora, a sus seis de la mañana. El mensaje era escueto, con un simple "¿Cómo estás?, pero hizo que mi pulso se acelerara durante unos segundos en los que incluso olvidé la situación en la que estaba.
Me sentí indignada, iba a decirle que quién diablos se creía que era para hurgar en mi móvil, cuando yo ni siquiera sabía que tenía mi contraseña, pero él se adelantó.
—Y todas las fotos y vídeos que había antes del mensaje, Julia... Ni siquiera se te ha pasado por la cabeza borrarlos, ¿verdad? —cuestionó, con el dolor tiñendo su voz de colores muy desagradables.
Mi cabeza era un desastre entre el enfado, la vergüenza, la indignación... Él no tenía derecho a ver esas fotos y esos vídeos. No eran para él. No solo había invadido mi intimidad, sino también la de Max. Quizás no estaba bien que guardara todo eso, pero era mi decisión. No conseguía hilar bien mis pensamientos para contestar algo coherente, así que me quedé con mi principal preocupación.
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Los días en Auckland
Romance¡YA DISPONIBLE EN PAPEL EN AMAZON! A Julia le rompieron el corazón. Doblemente, y a la misma vez. Dos de las personas más importantes de su vida la traicionaron, aunque no se puede decir que fuera algo tan inesperado. Tampoco se puede decir que su c...