Treinta y cinco

7.8K 854 97
                                    

Sus labios estaban en mi cuello. Dejaba besos húmedos y de vez en cuando su lengua salía a acariciar mi piel. Sus manos se aferraban a mis piernas, y sus caderas se encontraban con las mías en cada embestida. Me concentré en la sensación de su miembro deslizándose dentro de mí, sin prisa, y saliendo segundos más tarde. Lo memoricé todo, incluso los roces de su pecho con los míos, su respiración agitada en mi oído... Me lo guardaba todo para cuando se fuera, para al menos tener este recuerdo junto con todos los del verano tan increíble que habíamos pasado.

Empezó a ir más rápido, y supe que le quedaba poco. Yo ya hacía minutos que había llegado, cuando Max había estado dándome placer con su boca. Cualquiera diría que deberíamos haber ido con más prisa, teniendo en cuenta que el avión de Max salía en cuatro horas, pero no quería. No quería, y él tampoco. Era posible que fuera nuestra última vez, y me negaba a hacerlo rápido.

Tenía ganas de llorar, pero ya me había quitado mucho peso de encima la noche anterior, cuando había llorado en silencio para luego darme cuenta de que Max también lo estaba haciendo.

—Julia... —susurró entre jadeos, y noté cómo se contraía dentro de mí.

Lo abracé mientras se corría, acariciando su pelo sudado, con mis labios apoyados en su mejilla. Él gemía, sus movimientos empezaban a descoordinarse, se enterraba aún más profundamente en mí, y yo solo podía pensar en que ojalá pudiéramos quedarnos así para siempre.

Se quedó abrazado a mi cuerpo, en la cama, sin decir nada. Estaba pensando en algo, y ni siquiera me pregunté en qué era, porque ya lo sabía. Ya no nos quedaban tres meses, ni dos semanas, ni siquiera un día entero: nos quedaban menos de cuatro horas. Lo único bueno que podía rescatar de la situación era que no se podía decir que no hubiéramos aprovechado el tiempo. En las dos semanas que habían pasado desde nuestra discusión, habíamos vuelto a irnos de fin de semana a la Costa Brava —aunque esta vez solo nosotros dos—, habíamos ido a subir una montaña con Adri, Sandra y Andrea —que había terminado con Andrea pegándose la hostia del siglo y casi cayendo por un barranco—, e incluso había venido a cenar a casa para conocer a papá y a mi hermana. No sentía que todo eso hubiera sido por nada, porque lo importante era que nos lo habíamos pasado genial. ¿Sabéis aquello de "fue bonito mientras duró"? Pues eso. Aunque, como siempre, era muy fácil decirlo y muy complicado asumirlo.

Habíamos tenido que resumir una relación en unos pocos meses, y tenía claro que había merecido la pena, pero en ese momento era incapaz de verlo porque en mi cabeza solo hacía que repetirme que era posible que no volviera a verlo, o que cuando él decidiera volver las cosas hubieran cambiado tanto que lo nuestro ya no fuera posible.

Es muy fácil decir "ah, pues que Max se quede", o "vete con él, tonta", pero había que usar el sentido racional. No podíamos dejarlo todo, nuestros trabajos, nuestro círculo de gente, nuestras aspiraciones, el lugar donde queríamos estar, solo por una persona. Y nos queríamos muchísimo, pero había que tener las cosas claras y no dejarse llevar por los sentimientos. Max quería estar en Auckland y se moría de ganas de empezar su nuevo proyecto allí, y yo estaba muy contenta haciendo la carrera en Barcelona. Eso de que el amor es sacrificio es una frase muy mal interpretada, y ni Max ni yo íbamos a dejar nuestras vidas por el otro. Haciendo algo así, lo nuestro no habría tenido ninguna posibilidad de funcionar igualmente, porque uno de los dos no habría sido feliz.

—Quería ir a la playa una última vez, pero me da a mí que no nos dará tiempo —comentó tras unos minutos de silencio, y alargó la mano para coger su móvil y mirar la hora—. Tenemos que salir en una hora.

Yo me quedé contemplando la idea durante unos segundos, y al final decidí que la vida era muy corta y que si queríamos ir a la playa, teníamos que ir.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora