Veinticinco

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Llegamos a la casa pocos minutos después de las tres, y tuvo que ser Miriam la que nos arrastró a todos porque era la única con un mínimo sentido de la puntualidad. Andrea también se obsesionaba mucho con esas cosas, pero no estaba de humor para meterle prisa a nadie.

Pablo y yo nos pusimos a hacer la comida —no daba tiempo para una paella ese día— y los demás empezaron a ir a la ducha por turnos. Cocinamos un par de tortillas de patata y volvimos al sofá con el resto, donde Sandra buscaba la primera película de High School Musical en la cuenta de Netflix que la dueña de la casa —un ser de luz, os lo digo— nos había dejado puesta en la tele.

—Solo está la tercera —se quejó—. ¿Por qué ponen solo la tercera? No tiene ningún sentido.

—Podemos ver la tercera —dijo Raquel, echada en el sofá con toda la cara de estar a punto de quedarse dormida.

—No puedes empezar por la tercera —contestó Sandra—. Primero, porque es la peor; y segundo, porque no podrás ver la evolución de la historia de Troy y Gabriella.

—La mejor historia de amor de este siglo—bromeé.

—Pero si se dan solo un par de besos en todas las pelis —dijo Miriam—. Es un aburrimiento. ¿Te imaginas una relación así? A mí me da algo.

Me eché a reír, y en ese momento se abrió la puerta del cuarto de baño, que quedaba al lado del salón donde estábamos todos, y salió Max llevando solo una toalla que le cubría de las caderas a las rodillas. Volví a quedarme mirándolo sin ningún tipo de disimulo porque estaba para comérselo. Él lo sabía, yo lo sabía, así que ¿para qué disimular?

—Pero qué guapo —le dijo Adri después de silbarle—. Enséñamelo todo, nene.

Max sonrió y se giró para ir hacia las escaleras, pero no subió sin antes bajarse la toalla y enseñarnos medio culo.

Había olvidado lo glorioso que era el culo de Max, y lo peor es que parecía más musculado que la última vez que lo había visto —media vida atrás—. Adri volvió a silbar y todos se rieron. Yo hice lo mismo, notando el calor en mis mejillas pero sin intentar disimularlo. Max me sonrió, se subió la toalla de nuevo y se fue hacia arriba.

—Te está haciendo un preview —me dijo Raquel cuando Max ya estaba en el piso superior—. Para que veas lo que te espera. Luego, por la noche, te empotrará...

—No quiero escuchar esto, gracias —Miriam la interrumpió antes de que pudiera empezar a narrar lo que creía que iba a ocurrir con la explicitud que la caracterizaba y yo volví a reír.

Comimos todos juntos y la gran mayoría se quedaron dormidos después, en sus respectivas camas. Yo, por mi parte, no tenía demasiado sueño así que me puse una serie que encontramos por Netflix con Andrea. Estuve hablando con ella un buen rato, también, sobre todo el tema de Aitor y Nico. Sabía que lo único que podía calmar su sentimiento de culpa eran el tiempo y el esfuerzo, porque ya se había disculpado mil veces y había cortado todo contacto con Nico. Era complicado, porque odiaba saber que lo estaba pasando mal y estaba intentando hacer lo posible para alegrarla, aunque fuera solo a ratos, pero había que aceptar que solo habían pasado dos días y era un proceso que tomaba tiempo.

Por la tarde, aprovechamos que teníamos una piscina en la casa y nos quedamos ahí, bañándonos y tomando algo. La cosa se alargó hasta la noche y se convirtió en cena con copeo. Habíamos ido a comprar antes de comer, pero en el supermercado del pueblo no había Martini, así que lo sustituí por vino blanco. Tampoco bebí mucho porque no quería estar hecha un asco al día siguiente, así que me moderé y, habiendo cenado antes, tampoco me subió demasiado.

—Yo solo digo que el porno ha hecho mucho daño —argumentó Raquel, copa en mano, hablando de su tema favorito en el mundo: el sexo. Según ella, todo en la vida podía explicarse con el sexo—. Tenemos unas expectativas surrealistas por su culpa.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora