Cuarenta y cinco

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No hacía un día demasiado agradable, pero eso ya no importaba. Las nubes cubriendo el cielo ya no acompañaban mi ánimo, y es que todo iba mejorando cada vez más.

Había costado esfuerzo llegar hasta donde estaba en ese momento, pero todo había merecido la pena. Hacía tiempo que ya no lloraba por las noches. Mi corazón ya no sufría al escuchar hablar de Max, ni de su vida, ni siquiera había dolido cuando, unas semanas atrás, a Miriam se le había escapado el tema de la supuesta novia de Max, aunque al parecer poco se sabía sobre el tema. Ya no sentía culpa cuando veía a Fede por el campus de la universidad. Y, lo más importante: estaba bien como estaba. No necesitaba nada más, había dejado de sentirme sola porque había aprendido a estar conmigo misma.

Estábamos a mediados de abril, llevaba tres meses en terapia, y cada vez lo veía todo más colorido, más posible. Las prácticas iban sobre ruedas, y lejos de hacerme ver que no servía para eso, o cualquiera de las tonterías que había pensado antes de empezar, se me daba bien. Se me daba muy bien.

Salí de las prácticas a las nueve de la noche. Estaba cansada, pero me sentía satisfecha. Sonreí al ver a Miriam levantarse del banco de delante del hospital, donde me había venido a recoger, y venir hacia mí. Nos saludamos con un abrazo, y empezamos a caminar hacia el restaurante en el que queríamos cenar esa noche.

—Al parecer lo entendí mal —me dijo de repente, tras un buen rato hablando sobre cosas sin importancia, y la miré con una ceja levantada—. Max no está saliendo con la tal Danna. Se ve que tuvieron algo durante poco más de un mes, en enero, y luego nada. Yo me pensaba que seguía con ella, pero al parecer, no. Siento si te hice daño al decírtelo.

Sonreí y negué con la cabeza.

—Miriam, da igual —respondí—. De verdad, no me importa. ¿Sabes? Sé que nunca dejaré de sentir algo por él, pero tengo aceptado que se acabó. Creo que solo me estaba aferrando al recuerdo de lo bueno que fue lo nuestro, y eso es lo que echaba de menos. Tu hermano siempre será especial para mí, pero es hora de seguir adelante, y él se merece ser feliz. De hecho, cuando me dijiste que estaba con Danna, me alegré por él.

Miriam se me quedó mirando un buen rato. Ya hacía tiempo que había llegado a esa conclusión, pero como no sacaba ese tema a menudo, además de que había estado tan ocupada que no la había visto en dos semanas, no habíamos podido hablarlo.

—¿Cómo dices que se llama tu psicóloga? Porque yo también quiero —dijo, y me eché a reír.

—Pero si con la tuya vas genial —le recordé, y ella también rió.

—Ya lo sé —respondió, y me miró con una sonrisa—. Me alegra que estés bien. Me hace feliz que tanto Max como tú estéis bien, porque os vi pasarlo mal a los dos y me hacíais sufrir.

—¿A él le va todo bien? —le pregunté, porque de verdad que quería saber si era feliz.

—Sí. —Miriam asintió con la cabeza—. Ahora está en Australia con Hayes, se han ido toda esta semana.

Cené con ella. Hablamos, nos reímos mucho y, sobre todo, comimos un montón. Cuando volvía a casa en autobús, decidí mandarle un mensaje a Max. Quería romper esa regla no escrita de no hablarnos, porque sentía que solo hacía las cosas más raras entre nosotros.

Julia: Hola, Max

Julia: ¿Cómo va todo?

No contestó, porque seguramente estaría ocupado explorando Australia —o durmiendo, teniendo en cuenta su afición por la cama—. No fue hasta que ya estaba en casa, tapada por las sábanas, que recibí su respuesta.

Max: julia!

Max: todo bien, dando vueltas por australia

Max: ¿tú qué tal?

Sonreí al ver su respuesta, tan espontánea y tan Max. Al mandarle el mensaje me había dado algo de cosa que pudiera no querer hablar conmigo, así que me alegró ver que estábamos en la misma línea.

Estuvimos hablando un buen rato. Me contó sobre su viaje a Australia: habían ido a ver a la familia de Hayes, y luego se habían dedicado a viajar en coche alrededor de la zona. Yo le conté sobre mis prácticas y mis estudios, y se alegró por mí. Dos meses atrás nunca me habría imaginado conversando con Max con tanta naturalidad, no después de todo lo que había ocurrido, pero ahí estábamos.

Me fui a dormir a las once y media sintiéndome relajada, como si me hubiera quitado un último peso de encima. Había estado escribiendo, tanto en mi libreta amarilla de las cosas buenas como en la negra, la de los recuerdos y pensamientos, mientras hablaba con Max.

En los últimos tres meses había sacado tantas cosas de dentro que había temido no saber dónde ponerlas, pero el aceptarlas me había ayudado a aprender a vivir con ellas. Puede que todo el tema de Max y Fede hubiera sido la gota que había colmado el vaso, pero mis problemas no habían nacido allí, ni por asomo. Venían de lejos.

Todavía me quedaba trabajo por hacer, pero lo importante era que había aprendido a aceptar las cosas y dejarlas ir.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora