Veinticuatro

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El viaje empezó el sábado por la mañana, temprano, conmigo sentada en el asiento del copiloto y Raquel conduciendo mientras cantaba canciones de High School Musical a gritos, y eso que ella ni siquiera había visto las películas, pero decía que le gustaban las canciones.

—Me parece un insulto a nuestra generación que no las hayas visto —le dijo Sandra, sentada en uno de los asientos de atrás, mientras se liaba un cigarro para cuando llegáramos a Begur, el pueblo en el que íbamos a quedarnos hasta el lunes.

Según el GPS, quedaba media hora para eso, pero teniendo en cuenta la afición de Raquel por la conducción temeraria, todo apuntaba a que llegaríamos antes. Los chicos iban en otro coche y los habíamos perdido hacía un rato, pero ya habíamos quedado en encontrarnos al llegar, en una gasolinera cercana.

—Ni siquiera somos de la misma generación, listilla —contestó la conductora, mirándola por el espejo.

—Está claro. La palabra "listilla" es muy del siglo pasado, de cuando eras joven —contraatacó ella, y Miriam a su lado se echó a reír.

—Miriam, no me traiciones —le advirtió Raquel.

Miré por el espejo de mi retrovisor y vi que Andrea seguía callada, mirando por la ventana, como llevaba haciendo todo el viaje. Suspiré y pensé en decirle algo gracioso para animarla —aunque eso se le daba mejor a Sandra—, pero decidí dejarlo estar. Lo había dejado con Aitor el jueves, y había decidido unirse al viaje en el último momento. Bueno, eso de "decidido" puede que sea decir demasiado, porque Sandra y yo prácticamente la habíamos obligado.

Efectivamente, en veinte minutos —diez menos de lo normal, que ya era mucho decir— ya estábamos en la gasolinera, y Raquel se puso a aplaudir, a lo que Sandra, Miriam y yo nos unimos, porque habíamos ganado a los chicos, y eso que ni siquiera sabía que fuera una carrera.

Cuando llegó el coche de Pablo y aparcaron a nuestro lado, lo primero que vimos fue una de las puertas traseras abrirse y Adri salió disparado de esta, corriendo hacia la tienda de la gasolinera.

—Este se está meando, como siempre —dijo Raquel, y salió del coche.

Nosotras hicimos lo mismo menos Andrea, que tardó un poco más y se quedó apoyada en el coche, en silencio. Del coche de Pablo salieron su propietario y Max, que iba en pantalón de chándal —cosa que me hizo reír internamente al recordar nuestros mensajes del miércoles—, una camiseta blanca básica y sus habituales bambas. Había ido a la playa y se le notaba, porque estaba más moreno. Más moreno y más guapo, el muy capullo.

—¿A qué hora podemos ir al apartamento? —preguntó él, mirando algo en su móvil.

—A las tres, en teoría —contesté—. Le he dicho a la propietaria que estaríamos ahí a esa hora, así que no podemos encantarnos demasiado en la playa.

—Pero si quedan como tres horas para eso, yo con media hora en la playa ya tengo más que de sobra —comentó Miriam.

—Así de blanca estás —dijo Sandra, tocando la piel de Miriam como si le pareciera graciosa, y ella sonrió.

—También hay que ir a comprar —comenté, repasando las cosas que teníamos que hacer ese día.

—Adri y Pablo han dicho que harán una paella, ¿verdad? —le preguntó Raquel a Pablo, y este último se encogió de hombros.

—Si en la casa hay lo que necesitamos para hacerla, sin problema —contestó este.

Adri volvió del baño poco después y decidimos dejar los coches en la misma calle del apartamento para poder ir caminando a la playa. Max me regaló una sonrisa antes de meterse de nuevo en el coche, y se la devolví con el sentimiento de expectación que revoloteaba en mi estómago desde la noche anterior.


Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora