Me gustaría poder decir que desperté con el canto de los pájaros, con un rayo de luz agradable dándome calor, o con el cuerpo de Max haciendo la misma función, pero desperté porque el susodicho me había robado la manta mientras dormíamos y me estaba muriendo de frío.
Dormir a la orilla de un lago, en una furgoneta y en un país del hemisferio sur puede sonar precioso, y lo es, pero la cosa se tuerce un poco cuando duermes con un ladrón de mantas.
Mi primer instinto, antes incluso de abrir los ojos, fue tirar de la manta para que volviera a su lugar, es decir, a mi cuerpo, pero me era imposible. Por más que tirara, no había manera de sacarla de ahí. Abrí los ojos y comprobé que ya era de día, antes de ver que Max estaba completamente enrollado en la manta.
—Max —lo llamé en un susurro y ni siquiera se inmutó, así que volví a probar en voz alta—. Max, la manta.
Entonces sí que reaccionó, pero en forma de un gruñido y de aferrarse aún más a la manta. Visto el poco éxito, no me quedó más que pasar a la acción y tirar de la manta. Max volvió a quejarse pero se despertó a los pocos segundos y me miró con una ceja levantada.
—Así que intentando robarme la manta, ¿eh? —preguntó, divertido.
No entiendo cómo podía estar de tan buen humor segundos después de levantarse.
Abrí la boca para protestar y defenderme, pero la mano de Max en mi brazo tirando de mí hasta que aterricé a su lado me lo impidió. Se desenrolló de la manta y me tapó con ella, pegándome a su cuerpo. Él no llevaba camiseta ni pantalones y yo solo llevaba una camiseta y mis bragas, y por mucho que hubiera pasado la noche anterior, de repente me sentía muy expuesta. No hasta el punto de estar incómoda, sino más como que me daba vergüenza.
Aún así, cuando me topé con el calor del cuerpo de Max, fue como si toda la tensión desapareciera. Mi cuerpo se relajó y, cuando los nervios desaparecieron, cerré los ojos. Nos quedamos en silencio durante varios minutos, hasta que la alarma que habíamos puesto empezó a sonar. Entonces nos separamos, nos vestimos y el viaje continuó.
Llegamos a la isla Sur a las seis de la tarde. El trayecto en ferry había durado tres horas que Max y yo habíamos pasado escuchando música y durmiendo. Por la mañana habíamos viajado cuatro horas más desde el lago hasta Wellington y habíamos visitado la capital muy rápidamente, así que estábamos cansados.
La ciudad en la que nos dejó el ferry no tenía nada de interesante, así que simplemente cogimos la furgoneta y nos fuimos. La idea era ir hasta un pueblo cercano a una playa muy famosa, que quedaba a una hora de allí, pero a medio camino hubo un... llamémosle giro en los acontecimientos.
Paramos en una gasolinera porque la furgoneta llevaba ya un buen rato en reserva. Además, estirar las piernas nunca iba mal, y más cuando llevabas horas metida en diferentes medios de transporte que apenas te permitían moverte.
Max se quedó en el coche para poner la gasolina y yo fui a la tienda a pagar y a comprar algunas cosas para el viaje de dos horas que todavía teníamos por delante. Cogí un par de chocolatinas, más agua, galletas, y estuve buscando a ver qué más podía coger cuando pasé por la sección de los preservativos. Por suerte había la misma marca que en España, así que ya me conocía la gran mayoría, pero había algunos que no había probado y no pude evitar examinarlos durante un rato para ver cuál podíamos probar. Y eso me llevó a pensar en lo que el hecho de comprar preservativos nos permitiría hacer.
Estaba nerviosa, pero me moría de ganas de que ocurriera. Para mí estaba siendo casi como un sueño, porque ni en mil años me habría imaginado que habría hecho eso con Max. Hasta aquel entonces, yo pensaba que para él era una cría y que no me tomaba demasiado en serio, y darme cuenta de que no era así fue, por decir poco, inesperado.
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Los días en Auckland
Romance¡YA DISPONIBLE EN PAPEL EN AMAZON! A Julia le rompieron el corazón. Doblemente, y a la misma vez. Dos de las personas más importantes de su vida la traicionaron, aunque no se puede decir que fuera algo tan inesperado. Tampoco se puede decir que su c...