Cuarenta y tres

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Mi pie repiqueteaba constantemente contra el suelo. En esa habitación estrecha, pintada de colores cálidos, no se escuchaba más que el sonido que hacía mi zapato al encontrarse con el suelo y el de los pájaros que cantaban en los árboles del parque de al lado.

—Para —me pidió Claudia con contundencia, y le hice caso de inmediato.

Me había sorprendido al acceder a acompañarme. Entendía que no era como si le hubiera pedido que me acompañara al supermercado, a lo que me habría llevado una negativa directa, pero, aun así, era curioso.

Hacía años que no estaba en ese lugar. Concretamente, desde un mes después de la muerte de mi madre. En ese entonces, había ido durante tres meses, un día a la semana, pero pasado ese tiempo yo misma había decidido que ya estaba bien y que no necesitaba terapia, entre otras cosas porque había empezado a trabajar y me mantenía entretenida.

Claudia, en cambio, había seguido yendo. No había ido cada semana desde hacía cuatro años, pero de vez en cuando le decía a mi padre que quería volver a ir, y él no hacía preguntas. También la ayudaba, desde que le había diagnosticado TDAH dos años atrás, a organizarse mejor para poder estudiar. Ella no sacaba las mejores notas, de hecho solía aprobar las asignaturas por los pelos, pero al parecer los métodos que le daba la psicóloga habían hecho que sus puntuaciones subieran un poco.

Me tomaba mi salud mental demasiado a la ligera. Incluso ese día, en la sala de espera de la psicóloga, yo seguía creyendo que podría haber superado mi "mala racha" —como yo consideraba esa época— por mis propios medios. Hoy ya sé que estaba completamente equivocada.

—¿Julia? —preguntó una mujer de mediana edad, con gafas y un tono amable, tal y como la recordaba de hacía cuatro años.

—Sí —respondí, y me levanté.

Miré instintivamente a mi hermana y ella me dio una pequeña sonrisa, que le devolví antes de seguir a la señora hasta un despacho sobrio, pero con las paredes también pintadas de colores cálidos.

Me invitó a ocupar el asiento que quedaba mirando a la ventana, y ella se sentó delante mío, con una mesa separándonos.

—Cuánto tiempo —me dijo, y como no sabía qué contestar, solo le di una sonrisa tímida—. ¿Cómo estás?

Mi primer instinto fue contestarle que todo iba bien y que, de hecho, ni siquiera sabía por qué estaba ahí, pero de repente me sentí sobrecogida por un sentimiento que no supe identificar, que me cortó la respiración, y cuando me quise dar cuenta tenía que estar aguantando las lágrimas.

—No lo sé —respondí con honestidad—, pero no me siento bien.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora