Veintisiete

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Me desperté la primera. Recordaba haberme quedado dormida con Max abrazado a mi cuerpo, pero él ya se encontraba en el otro lado de la cama. Seguramente nos habíamos separado en medio de la noche, sin poder soportar el calor.

Su pelo estaba completamente revuelto y su boca entreabierta. Estaba durmiendo completamente desnudo —yo al menos me había puesto unas bragas—, y sonreí al recordar lo que había pasado la noche anterior. Su respiración era tranquila, y acaricié su brazo, sin poder evitar quedármelo mirando.

El condenado era guapo, y mucho, pero de una forma diferente a lo habitual. No tenía un cuerpo musculado, aunque sí fibrado, pero a lo que me refiero es a que no era una persona de ir al gimnasio para ponerse fuerte, el músculo que tenía lo había ganado haciendo deportes que a él le gustaban. Los tatuajes que adornaban su cuerpo de una forma que casi parecía aleatoria, pese a no ser muchos, le daban aún más personalidad, y el pelo despeinado como si ni siquiera le importara le daba ese encanto tan característico de él. Por no hablar de esos ojos verdes, que parecían decir muchísimo más que lo que salía por su boca.

Cerré los ojos y me quedé un rato más en la cama, disfrutando de la sensación de tranquilidad y de tener a Max durmiendo a mi lado. El sol empezaba a dar a la ventana y, con él, el calor entró en la habitación. Empecé a sentirme incómoda con la temperatura y me levanté para poner el ventilador. Aproveché para ponerme la camiseta que Max llevaba la noche anterior, y bajé al piso inferior a por algo para desayunar, porque empezaba a rugirme el estómago.

En cuanto entré en la cocina, vi la cabellera castaña de Miriam, de espaldas, preparándose algo. Me escuchó entrar y se giró hacia mí para saludarme con una sonrisa. Se la devolví y fui directamente a servirme algo de agua fría, porque al haber bebido la noche anterior, estaba muerta de sed.

—Mira qué cara de felicidad traes —comentó con diversión.

—No me puedo quejar —respondí, sonriendo, mientras cogía pan de molde de uno de los armarios.

Se giró hacia mí, mirándome mientras untaba chocolate en el pan para hacerme un bocadillo, y vi que tenía dos surcos oscuros marcados bajo los ojos.

—¿No has dormido bien? —pregunté, porque aunque hubiéramos salido la noche anterior, ella se había ido a dormir antes de las cinco, y eran pasadas las doce—. ¿Tienes resaca?

—No. —Negó con la cabeza, dándome una sonrisa forzada—. He tenido pesadillas.

—¿Otra vez? —pregunté, cogiendo otro trozo de pan de la bolsa para ponerlo encima del que acababa de untar.

—Sí —respondió, y me senté en el taburete que había al lado de la encimera, mirándola.

—¿Era como las de las otras veces? —inquirí, y ella hizo un gesto de asentimiento, inclinando la cabeza levemente.

—La psicóloga dice que mejorará con el tiempo —me explicó—, pero ya no sé ni si creerla. Cada vez parecen más reales. Además, todavía tengo que ir a buscar mis cosas a su piso. Llevan ahí semanas, las mismas que llevo sin hablar con él, y ya es hora de que me lo lleve. Mi portátil, mi cámara de fotos y casi toda mi ropa están ahí.

—Puedo ir yo, si quieres —sugerí—. Si sabes a qué horas no está, puedo colarme con tus llaves y llevarme tus cosas.

—Sería más fácil. —Suspiró—. Pero, ¿y si te pilla? Como te pase algo por mi culpa, yo...

—Iré con alguien más —propuse—. Puedo ir con Max, con Adri, o con Sandra. Si las cosas se ponen feas, ella es cinturón negro de karate. O marrón, ahora no me acuerdo. El caso es que le partirá la cara si es necesario.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora