Treinta y dos

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Agosto llegó rápido, con su calor insoportable que solo se remediaba con escapadas espontáneas alguna mañana a la cada vez más sucia playa de la Barceloneta, o huyendo a la parte más cercana de la Costa Brava algún que otro domingo.

La verdad es que todo estaba muy tranquilo. Max y yo cada vez estábamos mejor, y mira que parecía imposible. Nos veíamos varios días a la semana, y cada vez íbamos a hacer algo diferente. Todo iba viento en popa, y se iba instalando en mi vida un nuevo sentimiento de normalidad que no me disgustaba en absoluto.

Pero entonces vino Sandra con sus ideas sugerentes, y consiguió meterme una de ellas en la cabeza.

Era un sábado por la mañana, y teníamos resaca. En teoría, Sandra y yo nos teníamos que haber quedado a dormir en casa de Andrea, compartiendo el sofá cama, pero ella había desaparecido a las tres de la mañana diciendo que se iba a casa de alguien a echar un polvo, algo que no era tan raro.

Yo me había despertado la primera, pasada la una de la tarde, y me había puesto a preparar algo de comer. Los padres de Andrea estaban de vacaciones en Malta, así que no había nadie. Su hermano mayor ya hacía años que no vivía en casa.

La anfitriona se me unió media hora más tarde, casi a las dos, y justo cuando teníamos la comida casi terminada, llamaron al timbre. Al abrir la puerta, Sandra entró con una sonrisa de oreja a oreja, y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa de la cocina con un suspiro de satisfacción.

—Chicas, mi vida sexual ha dado un giro inesperado pero muy, muy placentero —nos informó con decisión, y nos giramos hacia ella con una ceja levantada.

—¿Queremos saberlo? —le pregunté, porque a veces tenía historias tan explícitas y raras que la verdad es que habría preferido no haber escuchado nunca.

—Pues claro que queréis saberlo —contestó ella—. Estoy a punto de revelaros la clave de la plenitud sexual.

Andrea rió, y sacó la olla del fuego. Puse tres platos en la mesa, vasos y cubiertos, y ella sirvió la comida. Nos sentamos alrededor de la mesa, y Sandra liberó un sonido de satisfacción. Empezó a comer mientras nosotras dos la mirábamos.

—¿Nos lo piensas contar algún día? —le pregunté.

Ella nos hizo una señal con la mano indicando que nos esperáramos un momento y, cuando tragó la comida, habló.

—Me he follado a una chica —anunció—, y ha sido increíble.

Levanté las cejas, con interés.

—Vaya —dije, asintiendo con la cabeza—. Y, ¿qué tal la experiencia?

—¿Eres lesbiana? —le preguntó Andrea, que en esos temas estaba bastante verde.

—Será bisexual, Andrea —la corregí, y ella se sonrojó un poco.

—Ay, es verdad. Perdón —se disculpó, avergonzada.

—Estás perdonadísima —le dijo Sandra, con una sonrisa divertida, y luego me miró—. Y, respondiendo a tu pregunta, ha sido una pasada. He sentido la empatía femenina, chicas.

—¿Empatía femenina? —preguntó Andrea, con la curiosidad haciéndose cada vez más notable en su tono.

—Orgasmos, cariño, orgasmos —contestó Sandra—. Las chicas nos preocupamos de que la otra se corra. Sororidad en estado puro.

Me reí por cómo había usado una de las premisas principales del feminismo para hablar de sexo. Yo siempre le decía que tenía que hacerse monologuista, porque escucharla hablar se podía considerar prácticamente una actividad de ocio.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora