Treinta y tres

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No sé si fue casualidad, si los astros se alinearon, o si debería haber empezado a creer en un ser superior que controlaba todo lo que ocurría, pero fue como si el simple hecho de pensar en una cosa hubiera hecho que pasara.

Pongámonos en contexto: era viernes, y me estaba preparando para salir. Andrea estaba a mi lado, lamentándose desde hacía cinco minutos de su poca habilidad para hacerse la raya superior del ojo.

—Házmela tú, que se te da mejor —me suplicó por quinta vez.

—Pero si te la hago siempre yo no aprenderás nunca —rebatí, y ella soltó un gruñido de frustración—. No me vengas con rabietas, que ni siquiera lo has intentado.

—Porque me quedará fatal —insistió.

Esta vez la que gruñó fui yo, porque tenía pocas ganas de discutir ese tema con ella, así que me giré y le cogí el delineador. Ella sonrió, triunfante, y cerró los ojos.

—Que no, que los dejes abiertos —le dije, y soltó una risita antes de volver a abrirlos.

—En realidad eres la mejor, Julia —empezó a hacerme la pelota como siempre que me pedía cosas, y sonreí.

—Y lo dices como si no fuera obvio —bromeé.

—Dejad de tiraros la caña mutuamente, que vamos tarde —dijo Sandra, entrando en el cuarto de baño de mi casa.

—Ya vamos, pesada —repliqué.

La puerta del baño estaba abierta, y Claudia asomó la cabeza para mirarnos con una ceja levantada.

—¿Vais a tardar mucho? Tengo pis —se quejó, mirándonos como si fuéramos una gran molestia.

—Eso mismo me pregunto yo. —Sandra asintió con la cabeza, dándole la razón.

—¿Tú no sales? —le pregunté a mi hermana.

—No —se limitó a contestar, pero cuando vio que la seguía mirando, rodó los ojos y decidió alargar su explicación—. No me gusta salir de fiesta.

—Eso decía yo a los quince, y mírame ahora —dijo Sandra, y Claudia la miró con impasibilidad.

—Tengo diecisiete —la corrigió, y se fue a su habitación sin decir nada más.

Hay que decir que mi hermana era borde a matar. Aun así, no era mala chica y, aunque a veces pudiera parecerlo, no me odiaba. De hecho, por sus acciones podría haberlo pensado perfectamente, pero era inusualmente protectora conmigo, y mira que yo era la mayor. Prueba de ello eran las dos veces en que casi mata a Daniel —cuando el muy iluminado se había presentado en mi casa— a sartenazos, cosa que no consiguió porque me puse en medio.

—Me cae bien tu hermana —anunció Sandra, con una sonrisa de oreja a oreja—. Es todo un misterio, pero tiene las cosas claras.

—Tú eres masoquista. —Reí, porque parecía que le gustara que fueran tan cortantes con ella.

Salimos de mi casa veinte minutos más tarde, aunque en realidad poco nos preocupaba no llegar a la hora porque conocíamos al resto, y lo más probable era que llegáramos las primeras.

Llevábamos unos días saliendo bastante. Algunas veces solo nosotras tres, otras con Miriam y sus amigas, otras se unían algunos de nuestros amigos de la universidad, a los que habíamos conseguido mezclar, y otras con la panda de locos con la que íbamos hoy. Y esa panda de dementes con los que las noches terminaban de formas cada vez más graciosas incluía a Max, evidentemente.

Solo que, esa noche, "gracioso" no era la palabra que usaría para describir lo que ocurrió, pero tampoco es una palabra negativa. En absoluto.

Como era de esperar, llegamos las primeras. Luego llegaron Max, Albert y Pablo, y finalmente Raquel y Adri al cabo de media hora.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora