Trece

11.5K 1K 54
                                    

—Madre mía, lleváis una cara de haber echado un polvo que se ve desde China —dijo Hayes en cuanto cruzamos la puerta de entrada a casa, de vuelta en Auckland.

—Gracias, Hayes. Muy sutil —contesté, y se echó a reír antes de abrazarme.

—Tu furgo tiene una rueda nueva —le dijo Max, dejando su chaqueta en el colgador de la entrada, y Hayes levantó una ceja.

—¿Habéis pinchado? —preguntó.

—Es una historia larga. —Reí y me fui a mi habitación mientras Hayes interrogaba a Max sobre lo que había ocurrido.

Dejé las cosas sobre la cama y me eché, soltando un suspiro. Era tarde, y al día siguiente Max ya volvía a trabajar con normalidad. Mi plan era coger un bus bien temprano e irme hacia el norte de la isla, que era la parte que aún no conocía. La verdad es que el viaje estaba cundiendo mucho, había visto gran parte de la isla Sur y la mitad de la Norte. Obviamente, en una semana no habíamos visto toda la isla, pero sí una gran parte, y había sido precioso.

Estuve hablando durante un rato con mi padre por teléfono, ya que llevaba unos días sin llamarlo y, al terminar, me fui a ver si cenábamos.

—¿Ellie no está? —le pregunté a Hayes mientras sacaba de una bolsa la caja de cartón con la pizza que habíamos cogido por el camino a casa.

Hayes me cogió la pizza de las manos, y la llevó a la mesita de delante del sofá, donde nos sentamos.

—No, mañana tiene que levantarse temprano y su casa queda más cerca de su trabajo —contestó, abriendo la caja—. Ha estado aquí este fin de semana. Tener la casa libre no es algo que ocurra a menudo.

—¿No estáis buscando más compañeros de piso? —pregunté, recordando que yo me estaba quedando en la habitación que tenían libre.

—Sí, pero por ahora solo nos ha contactado gente muy rara —me contestó Max.

—Vosotros no es que seáis muy normales, eh —les recordé, y ambos sonrieron.

—Me refiero a raros de verdad —dijo, sentándose a mi lado—. La última fue una chica que decía que buscaba una casa en la que no se respirara un ambiente sexual ya que era de no sé qué rama del cristianismo. De una secta, vamos.

—Y, como comprenderás, con dos bombones como nosotros iba a caer en pecado —dijo Hayes, y me eché a reír.

—Seguro —dije, cogiendo un trozo de pizza.

Max se fue a la cocina un momento a buscar algo de beber, y Hayes se acercó a mí sutilmente.

—Así que ahora sois pareja, ¿eh? —me preguntó con una sonrisa de lado que me recordaba bastante a la de Max.

—Eh... no —contesté, algo insegura pero sin querer entrar en el eterno y aburrido debate de "qué somos Max y yo".

—¿Follamigos? —inquirió.

—Podrías llamarlo así, supongo. —Me encogí de hombros.

—Interesante... —murmuró para sí mismo, y levanté una ceja antes de que Max volviera con una jarra llena de agua y un par de latas de cerveza.

—¿Quién quiere? —preguntó, levantando la mano en la que llevaba las dos latas.

Hayes ni siquiera contestó, directamente le cogió una de las latas de la mano y la abrió para dar un largo trago.

Max me miró, ofreciéndome la otra lata con la mirada, y negué con la cabeza.

—Yo con agua ya hago —dije, y Max se sentó a mi lado de nuevo dejando la jarra de agua encima de la mesa.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora