—Julia, ¿estás ahí? —me preguntó Sandra, haciéndome volver a la realidad.
Parpadeé varias veces, sentada en el sofá de la casa de Andrea, y centré la atención en mi amiga, que me estaba contando no sé qué de un tío con el que se había liado unos días atrás, pero hacía rato que había dejado de prestarle atención, y me cuando me di cuenta me sentí muy mala amiga.
—Joder, lo siento —contesté, medio aturdida—. ¿Por dónde ibas?
—El resumen es que el tío ese no sabía usar las manos como Dios manda —me explicó—. ¿Dónde tienes la cabeza?
¿Dónde la voy a tener?, le pregunté mentalmente, con más sarcasmo del que me habría gustado, pero no había profundizado con ella en el desastre mental que tenía desde que había visto a Max porque no quería ser pesada con ese tema.
—Perdona, estaba distraída —me disculpé.
Sabía que Sandra no iba a tomarse mal que me distrajera mientras me contaba sus aventuras, entre otras cosas porque ella también lo hacía a menudo, pero eso no quitó que me sintiera mal.
—Está pensando en Max —concluyó Andrea, que seguía teniendo su película mental en la que Max y yo, al final, éramos felices y comíamos perdices.
—No estaba pensando en él —mentí.
—¿En Fede? —inquirió Andrea.
—Hay más cosas a parte de hombres en mi vida —rebatí, porque era verdad, aunque en ese momento estuviera pensando en un hombre. Decidí cambiar de tema, porque no quería entrar en el ciclo infinito de mis dudas con respecto a mi vida amorosa—. Y, ¿qué tal con Aitor? Sigo sin entender qué pasó con Nico.
Andrea procedió a explicarnos el complicado proceso mental por el que había pasado para decidir que Nico y ella no estaban destinados a estar juntos, y esta vez me centré en prestar atención, aunque las imágenes de Max entrando en la sala de urgencias del hospital, una semana antes, no dejaban de reproducirse en mi cabeza. El condenado estaba tan guapo como siempre, con el pelo algo más corto y un poco más moreno, lo que le daba incluso más encanto.
Había ido a ver a Miriam a casa de sus padres un par de veces desde entonces —en una ocasión con Sandra—, e incluso había conocido a su madre, que tenía los ojos claros como su hijo mayor. Pilar —la madre— me había agradecido mil veces que ayudara a su hija, y la verdad es que me había caído muy bien. Max no estaba en casa ninguna de las dos veces que había ido, y en el fondo lo prefería así. Si con solo verlo una vez mi mente ya me estaba torturando, no quería ni imaginarme cómo sería si lo viera más. Necesitaba distraerme. Me estaba rayando por tonterías.
—¿Queréis salir esta noche? —propuse cuando hacía ya un rato que no hablábamos de nada en concreto—. Todavía no hemos celebrado que hemos terminado los exámenes.
Así que salimos de fiesta. Y bailamos, nos abrazamos, bebimos bastante y nos reímos muchísimo. Apenas pensé en lo que llevaba días preocupándome, solo me centré en pasármelo bien con mis amigas. Fue un alivio, la verdad, como un descanso de todas las preocupaciones. No ocurrió nada destacable, pero para eliminar el estrés y dejar de pensar me fue maravillosamente. Terminé volviendo a casa a las seis de la mañana, y me quedé dormida en cuanto toqué la cama.
—Alguien tiene resaca —observó Adri con una sonrisa divertida cuando entré a trabajar, con las gafas de sol puestas y el pelo recogido de cualquier manera.
—Solo un poco —mentí con una sonrisa, y Adri rió.
—Mientras no te me mueras aquí en medio, no hay problema —contestó.
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Los días en Auckland
Romance¡YA DISPONIBLE EN PAPEL EN AMAZON! A Julia le rompieron el corazón. Doblemente, y a la misma vez. Dos de las personas más importantes de su vida la traicionaron, aunque no se puede decir que fuera algo tan inesperado. Tampoco se puede decir que su c...