Veintinueve

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El vapor de agua llenaba el cuarto de baño, haciéndome sentir algo adormilada. El olor a cítrico inundaba mis sentidos, proviniendo de la bomba de baño que me había regalado Andrea sin motivo alguno haría un par de meses. La espuma cubría parte de mis hombros y mis piernas, pero no conseguía llegar a mi torso ni a mis pechos porque la cabeza de Max reposaba ahí mismo, entre mis pechos, y estaba bastante segura de que se había quedado dormido.

Acaricié su pelo distraídamente y me fijé en las pequeñas y casi transparentes pecas que ocupaban su cara, algo que solo se podía ver bien si te fijabas. Su pelo recién cortado —decía que lo prefería así en verano— estaba completamente mojado pero empezaba a secarse muy poco a poco, porque la humedad del cuarto no permitía acelerar ese proceso.

También había pequitas en sus hombros, manchando la piel bronceada de una forma casi adorable. Llevé mis dedos al pelo que caía en su frente y lo llevé hacia atrás con más caricias.

—Mmm... —murmuró Max, y paré.

—¿Qué? —pregunté.

—Me gusta... —balbuceó, medio dormido, y sonreí antes de volver a acariciarlo ahí.

Hacía ya un par de días que habíamos vuelto del viaje a la playa, y se había quedado a dormir en mi casa. Sobra decir que había habido sexo a montones, pero también había momentos como ese, tranquilos y casi más íntimos que el sexo.

Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, notando cómo la respiración de Max volvía a tranquilizarse, indicando que había vuelto a quedarse dormido. Yo era incapaz de dormir en la bañera —aunque ganas no me faltaban—, porque no me sentía segura. ¿Y si me hundía y me despertaba medio ahogándome? No era capaz de relajarme con esos pensamientos en la cabeza, aún teniendo en cuenta que mi cuerpo estaba envolviendo el de Max y mi espalda permanecía apoyada contra el borde de la tina, así que era imposible que me hundiera.

A los pocos segundos de tener los ojos cerrados, empezó a sonar la alarma que indicaba que ya eran las tres y media, y solté un gruñido involuntario. Mira que me lo pasaba relativamente bien en el trabajo, pero me habría quedado horas así, en la bañera, con Max durmiendo apoyado en mí.

—Páralo —me pidió Max en una especie de murmuro suplicante, pero yo sabía que había hecho bien en dejar el móvil fuera porque de tenerlo al lado lo habría parado y nos habríamos quedado en la bañera un buen rato más, además de que tampoco me hacía gracia tenerlo ahí con tanta humedad.

—Hora de despertarse, quejica —le dije, y lo aparté un poco de mi cuerpo para levantarme.

Salí de la bañera y al parecer Max estaba tan dormido que ni se dio cuenta de que ya no estaba detrás de él, porque se dejó caer hacia atrás de nuevo y la cosa acabó con un cabezazo contra el borde de la tina.

Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar, solo soltó un gruñido fuerte y abrió los ojos, dirigiendo su mirada directamente hacia mí.

—Oye, esto es maltrato —se quejó.

—Uy, sí, pobre de ti. —Fingí una mirada de compasión.

Su boca esbozó una sonrisa perezosa y suspiró antes de levantarse cual anciano de ochenta años, como si le estuviera suponiendo un gran esfuerzo. Enrollé una toalla en mi cuerpo y me puse las chanclas antes de salir del cuarto de baño para apagar la alarma de sonido infernal.

—Qué palo —protesté, porque me habría quedado toda la tarde en casa, y más teniendo a Max dando vueltas desnudo por ahí.

Max salió del cuarto de baño en calzoncillos para sentarse en el sofá y quedarse dormido otra vez mientras yo me arreglaba. El día anterior él se había ido por ahí mientras yo trabajaba porque decía que se le hacía raro estar en mi casa mientras yo no estaba —creo que le daba mal rollo que pudieran aparecer mi padre o mi hermana por ahí, aunque de haber sido el caso habrían avisado antes—. Aun así, lo dejé dormir, y salí de casa poco después para ir a trabajar.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora