Dieciséis

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Ese martes salí de la facultad y respiré hondo, aliviada. La mochila pesaba en mis hombros, cargando libretas y carpetas llenas de apuntes entre muchas otras cosas que llevaba dentro y que, si todo iba bien, no tendría que volver a usar.

Caminé hacia la parada del tranvía y, cuando llegué, me senté a esperar a que pasara uno en mi dirección. Saqué el móvil y entré en el grupo que tenía con Sandra y Andrea para escribir un mensaje.

Julia: Sele terminada. ¿Estáis libres para ir a tomar algo en media hora? ;)

Recibí una respuesta afirmativa de ambas casi de inmediato, y reí antes de mandarle un mensaje a mi padre informándole de que ya había terminado el último examen de la Selectividad para luego guardar el móvil de nuevo en el bolsillo de mi pantalón.

El tranvía llegó pocos minutos más tarde y me subí. Había poca gente a esas horas, así que no me costó encontrar un sitio para sentarme.

La tarde empezaba a caer sobre la ciudad. Ese año, el otoño estaba llegando antes de lo previsto. Eran los primeros días de septiembre, y ya estábamos empezando a entrar en esa época en la que el tiempo era impredecible y nunca sabías si debías coger una chaqueta al salir de casa o no.

Cerré los ojos y respiré hondo cuando el tranvía cerró las puertas y arrancó. El tranvía solo me iba a acercar un poco a casa, luego me tocaría coger un bus. Podría haberlo cogido directamente en la parada de la facultad, pero me apetecía coger el tranvía simplemente porque no lo cogía nunca. Era como un pequeño cambio en mi rutina, y me gustaba.

Cuando los volví a abrir ya habíamos pasado el Palau Reial, y podía ver los característicos jardines verticales del edificio Planeta. Decenas, cientos de coches pasaban por el lado del tranvía; algunos con personas que conducían distraídamente, otros con parejas, una de ellas discutiendo por algo de lo que seguramente se acabarían arrepintiendo, y un anciano con su perro sentado en el asiento del copiloto, algo que me pareció adorable pese a que probablemente fuera ilegal; pero el perro sacaba la cabeza por la ventana del coche, con la boca abierta, y parecía tan feliz que no pude evitar sonreír.

Mi móvil vibró en mi regazo y no pude evitar sentir esa emoción inútil que sentía a veces cuando el aparato vibraba. Lo cogí y miré la pantalla. Era papá preguntándome cómo había ido. No era Max. Nunca era Max.

Suspiré y apoyé la cabeza en el respaldo del cómodo asiento. Sentada delante de mí, una chica le sonreía a su móvil, seguramente con más suerte que yo. Con más suerte, o más coraje, o unas condiciones mejores. Puede que ni siquiera fuera un mensaje de la persona a la que quería, quizás solo era un vídeo gracioso y ella no se preocuparía en absoluto porque alguien no le hubiera escrito en más de un mes.

Tampoco podía quejarme: yo tampoco le había escrito, pero es que odiaba sentirme como un estorbo, como una pesada. Nunca había tenido la oportunidad de descubrir qué significaba yo para Max, pero ya era tarde. Yo estaba en Barcelona y él en Nueva Zelanda. Fin de la historia.

Evidentemente, y como todo, admitir que ese era el fin de la historia era mucho más fácil en la teoría que en la práctica. No podía dejar de pensar en él, en nosotros, en sus dedos en mi cintura, en sus labios húmedos en mi cuello... 

—Deberías mandarle un mensaje —sugirió Andrea media hora después, refresco en mano y asintiendo con la cabeza como si lo que decía fuera la opción más lógica y sencilla del mundo.

—Yo creo que tienes que pasar página —Sandra la contradijo—. En cualquier otra ocasión te habría dicho que te lanzaras a la piscina pero, joder, el hombre vive en la otra punta del mundo.

—Pero pueden encontrar la forma de estar juntos —replicó Andrea—. Juls podría estudiar en Nueva Zelanda, o él volver aquí.

—Tú es que vives en una peli de Disney, Andrea —rebatió la otra.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora