Treinta y cuatro

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No fue hasta que empezaron los créditos finales de la película que estábamos viendo que me di cuenta de que Max se había dormido. Era un viernes por la noche, sus padres estaban fuera y nosotros llevábamos toda la tarde en su cama mirando películas.

Tuve que reprimir un suspiro de alivio al verlo dormir tan profundamente. Cerré el portátil y me levanté de la cama, intentando hacer el mínimo ruido posible para no despertarlo.

Max apenas había dormido en toda la semana. Puede parecer una tontería, pero la falta de sueño se le nota a las personas, y va mucho más lejos que unas ojeras. Estaba mucho menos activo, y algo irritable. Hablaba menos de lo normal, e incluso yo podía notar su frustración.

Lo que más me preocupaba era que no era capaz de compartir conmigo qué era lo que le quitaba el sueño. Me lo podía imaginar, podía creer que eran nervios porque en menos de dos semanas se iría a Nueva Zelanda otra vez, pero no podía estar segura porque él no me decía nada.

Me quedé de pie, tras dejar el portátil en la mesa, mirándolo. La luz que venía de la calle iluminaba su espalda, proyectando las formas de la cortina en ella. Parecía una obra de arte; tan guapo, y tan tranquilo después de días arrastrando ojeras y un mal humor que se esforzaba por no exteriorizar, pero yo se lo notaba. No habíamos tenido contacto sexual en toda la semana, pero no me importaba porque tampoco lo veía muy centrado en eso.

Solo eran las nueve y ni siquiera habíamos cenado, así que decidí dejarlo dormir y salir a buscar a Miriam. La puerta de su habitación estaba abierta, pero ella no estaba dentro. No había luz en ninguna sala del piso, y cuando llegué al salón la vi en el balcón, sentada en el suelo y fumando, algo que solo hacía de forma ocasional, aunque cada vez con más frecuencia. Me vio y me dio una pequeña sonrisa, pero parecía preocupada.

Salí con ella y me senté en el suelo, a su lado. Me ofreció el cigarro con un gesto, y negué con la cabeza. Sus ojos se volvieron a perder en las luces de la calle que se extendía delante de nosotras. Era un segundo piso, así que no se podía ver la ciudad entera, pero con los colores del atardecer todo parecía digno de admiración.

—Creo que voy a denunciarlo —dijo de repente, tras varios minutos de silencio, y la miré.

—¿Lo harás? —inquirí, animándola a contarme más.

—Estoy cansada de vivir con miedo y de saber que ese capullo no está pagando por el infierno que me hizo vivir —prosiguió—. Además, no es solo por mí, sino por todas las chicas que vendrán después de mí y que creerán que es un tío decente, como yo hice. No quiero que nadie más tenga que pasar lo que yo pasé. Sé que probablemente no vaya a servir de nada y que como mucho se llevará una orden de alejamiento, pero quiero intentarlo. Estoy muerta de miedo, pero lo quiero intentar.

Me acerqué a ella y rodeé su hombro con mi brazo.

—Ya sabes que me tienes a mí para lo que haga falta, y también a Andrea, Sandra, Raquel y el resto de locos —le dije, y soltó una carcajada—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a buscar tus cosas a su piso? Sandra iba preparada para la tercera guerra mundial. Puedes contar con nosotras, y con tu familia también.

Cuando se había enterado de lo que le había hecho ese tipo a su hija, a Pilar Castells casi habían tenido que atarla a una silla, porque ella estaba dispuesta a ir a buscarlo a su casa con el puñal nepalí que tenían de decoración en el salón y liarse a cuchilladas.

—Lo sé. —Acompañó sus palabras de un asentimiento de cabeza y una sonrisa—. Gracias.

—No vuelvas a darme las gracias, pesada —le dije, y volvió a reír.

Me quedé un buen rato hablando con ella, y al cabo de media hora decidimos que sería hora de cenar. Esperaba que Max consiguiera dormir toda la noche, porque le hacía falta, así que nos pusimos a cocinar para nosotras dos.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora