Treinta y siete

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Ahora sé que Max opinaba lo mismo que yo en cuanto a la poca viabilidad de lo nuestro, pero todo pareció natural, como si fuera algo que tuviera que ocurrir, cuando claramente no lo era. Qué equivocados estábamos.

Empecé el segundo curso de la universidad a finales de septiembre y, para variar, entre eso y el trabajo, además de la poca vida social que conseguía salvar, no tenía tiempo para nada.

Max, por su parte, llevaba ya dos semanas reincorporado en el trabajo cuando yo empecé las clases, y al parecer ya había dejado todo el dolor atrás, y estaba empezando a salir adelante. Prueba de ello era su nuevo hábito de salir de fiesta casi cada fin de semana, cosa que yo sabía por los mensajes que me mandaba a veces, cuando estaba borracho, y por las fotos que Hayes subía a Instagram. Me alegraba que volviera a estar bien, evidentemente, pero al parecer en su entonces fantástica vida ya no había lugar para mí, y en el fondo lo entendía.

La frecuencia de los mensajes, de nuestras charlas y llamadas, empezó a disminuir poco a poco. No pasó nada, no hubo ninguna gran pelea, y creí que Max también pensaba que eso era lo mejor para los dos. O quizás, sencillamente había decidido pasar página. Eso era lo que no podía dejar de pensar. En mi mente no paraba de repetirme que pronto se olvidaría de mí, y que probablemente conocería a otra persona que lo llenara y con la que pudiera tener una relación menos complicada. De hecho, que él estuviera con otra persona me habría dolido muchísimo, pero a la vez me habría alegrado ver que era feliz.

La vuelta a las clases fue mucho menos dura de lo que había pensado, porque estar entretenida era algo que me hacía falta. La resaca de mi verano idílico con Max empezó a curarse gracias a que volvía a no tener tiempo ni para pensar, y todo se hizo más llevadero. Volví a ver a Elisa y María, mis amigas de la universidad, junto con otras, y también me reencontré con Fede después de no haber hablado en casi dos meses.

Pensaba que las cosas con él estarían algo tensas cuando volviéramos a vernos, teniendo en cuenta nuestra última conversación, pero no fue así. Él parecía encantado de verme, y me quité un peso enorme de encima al comprobarlo.

—Estás rara —sentenció Fede un día de octubre, cuando lo mío con Max estaba cada vez más cerca de desaparecer.

Estábamos en el bar del campus, y yo tenía la atención fija en las páginas de una libreta ya llena de apuntes hasta que él dijo eso.

Levanté una ceja.

—Ah, ¿sí? —pregunté con desinterés, sin ánimo de parecer cortante pero con muy pocas ganas de hablar de mi situación emocional, que era a donde veía que iba enfocada esa charla.

—Pues sí —fue Elisa la que contestó a mi pregunta, y me miró con decisión—. En unas semanas es la fiesta mayor de la universidad. Deberíamos ir, te irá bien.

Algo que nunca he comprendido es la manía de mucha gente de pensar que el alcohol y salir de fiesta solucionan todos los problemas, cuando más bien tienen tendencia a empeorarlos. La larga lista de personas que había visto llorando en los baños —o en medio de la pista, directamente—, además de mis experiencias personales, eran testigos de ello. El alcohol no soluciona nada, nunca.

Quería decirle que no, gracias, que pasaba de salir porque estaba ocupada, porque tenía mil cosas en la cabeza y mucho miedo de que salieran todas para fuera si bebía algo, pero habría tenido que dar explicaciones. No quería decirles que estaba enamorada de una persona que vivía a veinte mil kilómetros, que el trabajo me saturaba, que acabábamos de empezar la universidad y ya sentía que no podía más.

Así que simplemente asentí con la cabeza, forzando una sonrisa, y Elisa se lo tragó, pero Fede se me quedó mirando, con una expresión indescifrable, como si no se creyera nada.

Los días en AucklandDonde viven las historias. Descúbrelo ahora