38

241 30 6
                                    


Hunting season.

El atardecer cayó en Ragako, Trost, acompañado de una soledad extraña en cada uno de los rincones del pueblo. Las pisadas de Daichi crujían quebrando hojas, heno y ramas delgadas, mientras se acomodaba sobre el hombro el bolso de tela en el que escondía el equipo de maniobras tridimensional que había tomado del cuartel general. Se disponía a volver a casa del anciano que le había ofrecido hospedaje, Lorne. Aquella tarde un grupo de soldados de la Policía Militar habían recorrido el pueblo mostrando a cada civil un retrato de una versión más joven y nutrida de sí mismo, por lo que probablemente todos estaban con su nombre en la boca. Y Daichi jamás habría vuelto a entrar al pueblo a plena vista si no es que su instinto no le indicara que algo extraño sucedía. Porque algo no estaba bien. Las casas parecían estar escasas de sombras, voces y risas. Un fuerte golpe de realización provocó la petrificación de sus pies como dos bloques de hielo, humeantes y dolorosamente helados, porque los caminos, los establos, las casas e incluso los callejones cercanos, estaban sumergidos en un silencio y ausencia total.

Ragako estaba vacío.

De punta a punta, no había un sólo anciano a la vista, un niño, o un adulto. Era un paisaje fantasma, desolado, como si aquella área de los muros estuviera congelada en el tiempo. Daichi de repente tuvo un sentimiento horrible revolviéndose en el fondo de su garganta. El silencio le rasgaba los sentidos como una navaja fría y de repente se convirtió en el sonido más ruidoso que sus oídos jamás habían escuchado. Con los ojos cerrados y los puños apretados, su audición se agudizó y oyó madera. Madera crepitando.

Un fogón, pensó en un mero intento por tranquilizarse. Una fogata, se repitió en vano, porque por más que intentaba creer que todo estaba bien era consciente de que no lo estaba. Sus pies de hielo comenzaron a dar zancadas veloces, como un animal huyendo despavorido, en dirección al sonido inquietante en el vacío de Ragako. Saltó vallas de madera, bloques de paja amarilla, presenció la desesperación de los caballos parándose en dos patas al verlo pasar, y se llevó por delante una cubeta de agua, se mojó el pantalón y se resbaló en un charco de lodo, untándose las manos de barro. Corrió con desespero, cruzó el pueblo en una fracción de segundo oyendo el sonido del fuego carcomiendo, viendo la estela de gas transparente que deformaba el paisaje, y todo aquello lo convenció de que no por nada el lugar estaba repentinamente deshabitado. Un grito se atascó en su garganta, la cascada de sudor frío en su frente y sus ojos desteñidos de repente reflejaron luz roja. Calor. Luciérnagas naranjas. Madera crepitando. No era un fogón amistoso.

La casa del viejo Lorne ahora estaba envuelta en un fuego danzante. Lamía las paredes de madera, deshacía las columnas astilladas y quebraba como hojas secas las rasillas del techo. Incluso estando a una distancia considerable de la suya, Daichi podía sentir las oleadas de aire caliente golpeándolo como si se hubiera topado frente a frente con la entrada al infierno. Pero no, esa escena no era más que un reflejo del reflejo. Como dos espejos enfrentados, revelando la misma imagen del derecho y del revés, mostrándose realidades mutuas que al final eran la misma. El mundo siempre ha sido un infierno. Pero Daichi no pudo evitar quedarse paralizado, envenenado por la pócima amarga de una realidad que lo atormentaba sin descanso. Tenía un nudo en el fondo del estómago y sus ojos enrojecidos derramaron lágrimas por el calor del fuego. Por la ceguera que le provocaba la luz. Por ser incapaz de hallar a Lorne en medio del fogón asesino.

— ¡¡Es temporada de caza!!— Un alarido se alzó encima del sonido del fuego, se propagó por todo Ragako y sacudió los huesos de Daichi como si estuvieran hechos de escarbadientes. Un relincho lo acompañó, y detrás de la casa de fuego apareció un jinete cubierto de un tapado gris y pantalones blancos, con las piernas enredadas en correas marrones. Sostenía una antorcha flamante en una mano y las riendas del caballo en la otra. Tenía el rostro anaranjado por el fuego, una sonrisa torcida estirada en los labios y ojos hundidos, grises como monedas de plata, que notaron la presencia del azabache en un disfrute de su propia ira.

Young Blood |Levi Ackerman|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora