32

466 34 18
                                    

Beyond these three walls.

Yuka dormía, pero sabía que estaba despierta. Su ahora delgado y frágil cuerpo era como un montón de pequeñas ramas obligadas a quebrarse gracias a las pisadas de los que pasaban por allí sólo para atormentarla. Había concentrado todos sus sentidos en cada pequeño punto de su cuerpo, tratando de identificar algún tipo de dolor que le advirtiera a gritos una posible herida abierta o fractura ósea, porque dudaba de la salubridad de su cuerpo a pesar de no sentir absolutamente nada.

El dolor es un primitivo instinto de supervivencia.

Pero eso no era más que un verdadero problema, porque lo único que la joven podía sentir era un enorme agujero debajo suyo, tragándola lentamente y sacudiéndola de un borde a otro, similar a una pequeña hoja siendo empujada por la corriente en medio de una tormenta. Yuka doblaba los dedos de las manos y pies, trataba de mover la barbilla y hasta levantaba los brazos, pero veía sus extremidades y ni un sólo centímetro de su cuerpo se movía. La demente de su abuela siempre encontraba el momento adecuado para hablar con sus dos nietos sobre la vida después de la muerte. Como un recubrimiento, una funda, invisible y brillante debajo de nuestra piel, encontraba la manera de abandonar su antiguo hogar para volver a la vida como algo imperceptible. Algo que debía dejar el mundo; y Yuka estaba convencida de que el mundo que veía era el único que existía. Pero en ese mismo instante puso en duda las palabras de su abuela, y sus propias creencias.

Quizá la vida después de la muerte no era un disparate como siempre había creído. Quizá lo que realmente no existía era esa funda resplandeciente, tan aparentemente típica de todo ser vivo, pero nula debajo de su piel. Quizá ella misma, en ese momento, ya estuviera muerta. Atascada. ¿Cuánto tiempo pasaría así? Quería ver el dichoso mundo nuevo del que su abuela hablaba, quería verla. Su segunda madre. Su única madre. Deseó que fuera a buscarla para ayudarla a deshacerse de lo que fuera que estuviera impidiéndole morir, pero a pesar de que su boca se abrió en un desgarrador grito, nadie la oyó.

Y Yuka se sintió terriblemente decepcionada cuando despertó y vio exactamente lo que había estado observando durante su parálisis del sueño. Levantó un brazo, y esta vez su cuerpo sí obedeció; un frío hormigueo trepó desde su hombro hasta sus dedos, dando la sensación de que todo lo que la yema de estos tocaran se volvería hielo. Humeante, azul y doloroso. En ese maldito calabozo, lleno de soldados que de vez en cuando le daban palizas, colgaban su vida sobre un abismo y amenazaban con dejarla caer sólo para depositarla otra vez en tierra firme como una pluma de cristal. Se divertían más de la cuenta tanteando a matarla y a salvarla. Jugando el rol de los malos, los que estaban dispuestos a golpearla, y los verdugos, los que no dudarían una mínima de segundo en asesinarla.

La joven se recordó a sí misma con los ojos ahogados en densas lágrimas transparentes, sinceras, mientras sus dedos acariciaban temblorosos la rasposa tapa de un diario con una voz potente esperando a ser oída por su destinataria, la fe. Sentía el miedo en sus huesos, perforándola lenta y tortuosamente como una sanguinaria avispa, apuñalándola cada vez que aquella cubierta se abría más y más, para dejarla encontrarse con una realidad atroz. Esas palabras, escritas por un amigo que no volvería, no eran dedicadas a ella. Los trazos tan suaves en las últimas de las abultadas páginas eran armoniosas junto con su significado, embriagadoras porque nadie le había hablado con tal delicadeza antes. Pero su ahora compañero de calabozo odiaba recordar el pasado y el molesto nudo que este formaba en su estómago, por lo que no sintió ni el mínimo de los remordimientos cuando le arrancó el cuaderno de las manos y lo lanzó a una fuente de la ciudad. Yuka se inclinó sobre el borde de piedra, viendo como lo que quedaba de su viejo amigo se sumergía en el olvido y la oscuridad de la fuente. Las diminutas gotas que caían de sus ojos formaron aros sobre la superficie del agua y lo único que se oyó en aquella calle nocturna de Stohess fue el fuerte chapoteo de su cuerpo hundiéndose, sin luz, sin oxígeno, en búsqueda de la voz extraviada.

Young Blood |Levi Ackerman|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora