Capítulo 47

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Doña Aidé se sentía desesperada

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Doña Aidé se sentía desesperada. También estaba molesta por lo sucedido con Gena y Ricardo, pero veía a su hijo tan lleno de odio que dentro de sí, sabía que no estaba haciendo lo correcto, ya que estaba tomando decisiones con los sentimientos en fuego. Además, le tenía un especial afecto a don Flavio, y le preocupaba que las acciones de su hijo le causaran un disgusto tan fuerte que ocasionara su muerte.

Su enojo ya había pasado, así que podía ver las cosas con mejor claridad.  

—Ya sé, ya sé que estás enojado y muy molesto pero no creo que esto solucione las cosas Rodolfo por favor —decía. 

Prácticamente corría tras él. 

—¿Entonces que quieres que haga mamá, que dejé a mi hijo con la sinvergüenza de su madre y con ese canalla que me ha robado todo? 

—No, pero... no creo que sea el momento, ¿ya has pensado en don Flavio?. Sabes que le tenemos un afecto muy especial por la amistad que siempre tuvo con tu padre. 

—Ya lo he pensado, y suficiente será para él con saber que en su casa estará bien, y que no voy a quitarle nada, pero tampoco voy a permitir que mi mujer me siga viendo la cara. Anoche me dijo que todo estaría bien, y hoy ha corrido lejos, con él. 

—Rodolfo hijo, piensa bien lo que vas a hacer por favor. Ya casi anochece. 

—Ya lo he pensado, y sí quieres apoyarme espérame aquí. Mi hijo va a necesitar a una mujer que lo mime —respondió y subió al auto. 

Ni siquiera dejó que alguien lo acompañara. 

En la casa de los Peñalver todo estaba a punta de nervios. Si bien, mantenían la calma por fuera, hasta el mismo Ricardo se sentía desesperado por carecer de aquellos bienes que eran indispensables en aquel momento. 

—Tengo mucho miedo Ricardo, temo por lo que pueda suceder cuando Rodolfo se entere que lo dejé. 

—¿Y sí nos vamos? —preguntó él. 

Ricardo no era ningún cobarde, pero en ese momento era la única salida que veía factible. 

—¿A dónde? ¿A la hacienda? 

Gena estaba preocupada. 

—No, no mi cielo. Es una tontería lo que acabo de decir, eso solamente ocasionaría más problemas y le daría razones a ese hombre para perjudicarte. 

—¡Ay, Ricardo! te juro que no sé que hacer —lloraba. 

Prácticamente se abalanzó sobre él, para abrazarlo, y así sentir un poco de consuelo. 

—Vamos a encontrar la mejor solución y creo saber cuál es. Pero mientras, debemos guardar distancia, ya ves lo que sucedió, no me gustaría ocasionar más comentarios que afecten tu buen nombre —agregó, y se apartó. 

Le era muy difícil mantener distancia con aquella, el amor de su vida. 

En su habitación en cambio, doña Ernestina estaba sufriendo de remordimientos. Su esposo había alcanzado a oír sus lamentos. 

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