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En el capítulo anterior las cosas en negritas, eran recuerdos.

×××

Era su cumpleaños número veintitrés. Sus amigos habían planeado una enorme fiesta, dentro de un par de horas.

Al salir de la facultad, buscó la florería más cercana y manejó hasta el lugar.

A simple vista era un lugar con cierto toque hogareño. Afuera estaba sentada una señora de al rededor unos setenta años.

Cuando estacionó el auto y bajó, la anciana le saludó con una sonrisa, la correspondió al instante y siguió su camino dentro, haciendo sonar una campanita al abrir la puerta.

Todo estaba ordenado. Habían cientos de flores y el aroma era delicioso y fresco.

Bienvenido, ¿busca algo en especial?

Y sólo eso bastó para sentir caer dentro de un remolino desastroso, y hermoso.

Jay

Dicen que se necesitan tres meses para enamorarse de alguien.

Yo sólo necesité tres semanas.

Iba cada día a la florería. Saludaba a la anciana que siempre estaba sentada afuera, que ahora sabía era dueña del lugar y abuela de él chico de ojos bonitos.

La campanita sonó y unos brazos se aferraron a mi cuerpo.

Charlabamos durante horas, ya sabía el significado de varias flores y cuentos inspirados en otras.

Mi chico, a pesar de tener 19 años, me tenía en sus manos.

Los meses fueron pasando, en los que nunca nos dejamos de ver. A veces el me acompañaba a cenar fuera, o eran invitados (él y su abuela) a comer en casa de mi madre, o en la mía. Cuando no era así, yo comía con ellos. Pasábamos tardes llenas de risas, le tomé mucho cariño a la abuela.

Día tras días juntos, pasando horas y horas escuchando sus teorías sobre el universo, sobre las religiones o sobre cosas tontas como si, en dado caso de la existencia de Adán y Eva, ¿tenían ombligo?

A veces, al final del día, él me daba cartitas doblabas en figuritas y con sus sentimientos plasmados en tinta negra, a veces morada. Y aunque yo no lo demostraba como tal, él sabía que correspondía a cada sentimiento.

Poco a poco fuimos pareciendo una familia unida. Y cada día caía más enamorado de él.

Nos hacíamos pequeñas promesas cada noche sentados en el techo del local, el mismo lugar donde nuestros labios se tocaron por primera vez, lento, delicado y puro. Tomábamos chocolate caliente y comíamos galletas, incluso en el silencio, el crujido de cada galleta se sentía como una pequeña promesa.

Me atrevo a hablar por ambos, estábamos profundamente enamorados.

Ya casi había pasado un año, se sentía más, como si lo conociera de toda la vida.

Él había cumplido veinte, y dentro de un par de meses yo cumpliría los veinticuatro. Era el día de mi graduación.

Recuerdo absolutamente todo como si fuese un tatuaje sobre mis recuerdos...

Había llegado a la tienda antes de que esta cerrara. Lo tenía pegado a mi cuerpo, me apretaba con fuerza.

— Amor...

— Ahora viviremos juntos, ¿no? Lo prometiste, Jay...

Alzó la mirada, llena de brillo, de ilusiones. Asentí y di un beso en su frente.

— Así es, amor. Jamás romperé mis promesas.

Mi pequeño sonrió y se puso de puntillas para besar mis labios.

Sus perfectos belfos rellenos y dulces. Todo el ambiente parecía más íntimo, rodeados de flores, la luz baja, las canciones favoritas de mi chico a un volumen bajo de fondo.

— Tengo un regalo para ti...

Y ahí, entre flores y en una manta sobre el piso, había un pastel pequeño.

Y en ese mismo lugar, rodeado de las miradas acusadoras de algunas flores y suspiros llenos de ternura de otras, hicimos el amor.

Alcanzamos el secreto del universo entre besos y jadeos ahogados por la travesura de nuestras lenguas. Cada gota de sudor, cada suspiro, cada nombre cantado entre gemidos, todo gritaba amor.

Todo era amor.

Mi pecho dolía por tantos sentimientos albergados. Por tantas cosas que nunca esperé sentir. Incluso creo que podría ponerme a llorar en ese momento.

Cada gesto

Cada beso

Cada suspiro

Cada toque

Su espalda curvada y los rasguños en mi espalda cuando él manchó nuestros abdomen de su fina esencia...

Mi nombre saliendo de sus labios cuando lo llene con mi esencia.

Te amo...

Conseguí enseguida un buen trabajo en el mejor bufete de abogados en el país, le prometí a mi pequeña familia un viaje de vacaciones.

La abuela quiso ir a París, desafortunadamente no pude acompañarlos. Luego de ganar mi primer caso, me habían cargado bastante trabajo.

Mi chico y yo vivíamos juntos desde hace unos meses, justo luego de mi graduación.

El primer mes, cada que estaba en casa, se encargaba de tenerme volviéndome loco entre las sabanas de nuestra habitación, o en la tina del baño.

En cualquier baño del departamento, en la cocina, en la sala, en cada puerta, en las escaleras...

Quiso llenar el lugar de nuestro amor.

El trabajo comenzó a ocuparme más, los fines de semana íbamos de compras, a él le gustaba comprar un poco de lencería para recibirme luego de un día ajetreado.

El amor sólo crecía y crecía.

La pasión era la misma que el primer día, las miradas las mismas de cada noche sobre el techo de la florería.

A veces visitábamos a la abuela, jugábamos un poco, reíamos mucho, era perfecto.

Mi vida era perfecta.

Entonces llegaron los Yang.

Eran socios del presidente del bufete y de algún modo, sus clientes frecuentes. Su riqueza no se debía a cosas completamente legales, así que el bufete estaba a su completa disposición.

Esta vez me hicieron tomar el caso, bastante difícil. El hijo menor de los Yang había cometido asesinato, pero fue descuidado en cada paso que dio, y había pruebas suficientes que lo declaraban culpable.

Sabía que habían sobornado al juez para que este rechazara algunas pruebas por falta de credibilidad, pero yo, a pesar de todo, era un abogado joven, enamorado y con los sentimientos susceptibles.

Me dejé llevar por el dolor de aquella mujer madre del chico que fue víctima y tuve algunos errores.

Errores que llevaron al hijo de los Yang a una sentencia de treinta años de cárcel.

Aquel día llegué mal a casa, seguro iban a despedirme, o matarme.

Lo único que hice fue abrazar fuerte a mi chico sonriente.

××××


Paracetamol 〔Yoonmin〕Donde viven las historias. Descúbrelo ahora