CAPITULO 10 Elena

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Suspiro, me siento con la confianza de relajarme sobre mi cama y darme el tiempo suficiente como para apreciar la salida del sol. Tengo un maravilloso ángulo del asenso del gigante a las alturas, aquel que trae la luz de vuelta a un nuevo día. El calor del pequeño cuerpo a mi lado me colma de mucha satisfacción, no concebiría mi vida sin Darla nunca más. Ella es mi tabla de salvación, mi soporte, mi pilar y el delicado hilo que me afianza a la cordura.

Huele delicioso, su aroma es exquisito, lleno de matices y notas que me hacen girar en un vórtice de felicidad absoluta. Me faltan muchas cosas para sentirme en plenitud, pero este momento se le acerca bastante a la felicidad.

Aún recuerdo el día en que supe que estaba embarazada. Había estado cinco meses encerrada en una prisión con barrotes bañados en el oro del Esben, situación que me imposibilitaba a poder expulsar mi poder más allá de los cuatro ángulos de oro que me rodeaban. De ese modo descubrí que la cantidad de oro que empleaban en mí era importante, tal vez un par de brazaletes de oro no podrían contra mi poder, pero sí lo haría una prisión forjada en él.

Solía sentarme al centro de la celda, de esa manera mi cuerpo no tocaba el oro y mi poder fluía al interior, mas no al exterior. Podía expulsarlo, manipularlo y dominarlo mientras estuviese a mi alrededor, nunca a un largo alcance.

Para entonces mi cordura no era la más adecuada, en realidad estaba totalmente chiflada. No pensaba, no comía, no dormía. Las únicas palabras que pasaban por mi mente eran «sangre, muerte, destrucción y caos», no quería otra cosa, no ansiaba nada más que destruir todo lo que se interpusiese en mi camino y sobre todo, quería cazar a John Nero, ese perro traidor se merecía más que nadie la muerte.

Cinco meses, fue el tiempo más largo de mi existencia. Cada momento atrapada en ese lugar me podía imaginar estrangulando a Lara con mis propias manos, haciéndola chillar de dolor, de la agonía que por fin vendría a su vida por haberse atrevido a ponerme en ese lugar. En cambio, me detenía a jugar con la energía que poseía. Me deleitaba moviendo objetos de un lugar a otro pausadamente hasta tenerlos frente a mí y verlos moverse por horas, hipnotizándome. Era triste, pero ese era mi mayor entretenimiento en esa fría celda.

Recuerdo que la tarde en que cambió mi vida algo en mí avivó, como si jamás hubiese visto el mundo tal cual es. Recuerdo las primeras patadas, dando pequeños movimientos extraños en mi abdomen, que por algún motivo continuaba plano, cierto que no era tan plano como antes, pero no lo suficientemente abultado como para creer que se trataba de un bebé creciendo en mi interior.

La conmoción ante mi estado no llegó a mí, pero sí puso en alerta a mi carcelero, quien permanecía cerca de mi celda todo el tiempo. Gracias a eso fue que dio aviso a Héctor, quien solía visitarme las veces que lograba conseguir que se lo permitiesen.

—Te noto distinta. ¿Sucede algo, pequeña? —me preguntó mi mentor, con el pleno conocimiento de que yo no iba a responderle, nunca lo hacía.

Él sabía que yo era un monstruo y aun así persistía en hablar conmigo, él había visto mi maldad desatada e insistía en estar a mi lado.

Era exasperante.

Sujeté mi vientre al sentir un nuevo movimiento y él notó de inmediato mi gesto, negando con la cabeza.

»¿Estás enferma? ¿Quieres que te revise? —era estúpido que comentara algo así, ya que nadie se acercaba lo suficiente a mí desde esa fatídica noche, la noche en que todos descubrieron que yo era un verdadero monstruo y que era capaz de matar a sangre fría, sin respetar el bien ni el mal.

No le dirigí la palabra, seguí en ese estado, sintiendo el revoloteo incidente en mi interior; pateando, acomodándose en una posición y otra. Jamás había sentido nada igual.

DRÁGONO. El rey dragón © ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora