CAPITULO 36 Draco

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Bajo las escaleras de dos en dos, a toda velocidad y hecho un demonio. La furia va a carcomerme, va a asfixiarme en mi propia bilis hasta la muerte.

No pierdo el tiempo, me dirijo directo a la puerta como un jodido rayo, pero al abrirla, esta es estorbada por Amber y Axel, quienes se besan desmesuradamente, pero al enfocar con claridad, puedo apreciar qué es lo que sucede realmente —ya saben, se tocan, babean y todo. ¡Todo!

Axel la tiene sujeta al muro de piedra que rodea su entrada y Amber rodea su cadera con las piernas, dejándome un blanco bastante preciso de lo que hacen.

Casi logran que quiera arrancarme los ojos con las uñas.

—¡Ah! ¡Por los dioses! ¿Qué les pasa? ¡Busquen una maldita habitación! —ellos se separan de un brinco, con el pecho agitado, el cabello enredado y las mejillas sonrojadas al verse descubiertos por mí.

—Hermano... creí que estabas con Elena —la voz de Axel flaquea y estoy seguro de que está a un segundo de echarse a reír de vergüenza.

Pone una sonrisa idiota que me hace enfadarme con él mucho más. «¡Demonios, hay una niña viviendo en esta casa y ellos están follando en la entrada!»

Niego con la cabeza y vuelvo a entrar al calor de la vivienda, apenado de ver a mi mejor amigo y a Amber en esa situación tan acalorada.

«Al diablo».

Recorro la casa hasta dar con la puerta trasera, esa que da al jardín donde he plantado las népolas —las flores que crecen incluso en invierno—. Admiro el firmamento que proporciona un claro ángulo de estrellas brillantes y me dejo caer en la duela del escalón que separa la tierra del jardín con la casa.

Una estrella fugaz pasa, dejando un estela de luz blanca detrás de sí. Alguna vez leí un cuento para niños que hablaba de los sueños, esos que deseas cumplir pero que no se ven concretados, esos que intentas zurcir pero que no quedan bien arreglados. El libro decía «Pídele a la estrella fugaz un deseo» y lo que pienso ahora es que si yo pidiese un deseo, ese sería tener a Elena y a Darla conmigo, por siempre, hasta el día en que yo muera.

Me pongo de pie y camino hasta la barda de piedra que rodea la casa, escalo un par de metros con facilidad y me quedo acuclillado en el soporte superior, haciendo un equilibrio perfecto, ya que no muevo ni un centímetro de mi cuerpo, no tambaleo.

Podría ser confundido con una gárgola fácilmente, mi posición y la manera de equilibrarme perfectamente, no darían dudas de mi afirmación.

Cierro los ojos y trato de entrar en calma, trato de recordarme a mí mismo que necesito serenidad para poder enfrentar lo que viene. Darle el libro a Elena, a sabiendas de que lo que pretende hacer es un acto terrible, una aberración, algo impensable para mi especie.

Enterarme de su destino no había sido algo que pudiese procesar adecuadamente, la simple idea se me antojaba irreal y vana, no quería aceptarla y no lo haría hasta tener todos los datos, hasta recibir las respuestas que busco y encontrar una solución más viable, porque si de algo estaba seguro es que no permitiría que muriese. No lo iba a reconocer.

«No lo permitiré, no lo permitiré, no lo permitiré», me digo una y otra vez, tratando de fundirlo a mi cerebro como si se tratase de un nuevo tatuaje.

Conocía lo suficiente a Elena para saber que teme al futuro, teme tanto que decidió presentarme a nuestra hija. Me habla de convivencia, de fomentar el afecto; si analizo los hechos desde un punto concreto, puedo comprender que tiene razón, pero, si lo miro desde el ángulo en que Elena cree que no estará mucho tiempo con nosotros y que desea asegurar a su hija, puedo captar que lo que en verdad necesita es que Darla me quiera, que se acostumbre a mí paulatinamente porque en el momento en que ella falte, nuestra hija estará conmigo.

DRÁGONO. El rey dragón © ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora