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Tiempo: Temp 2. Cap. 4

Los olkari era una de las razas alienígenas más interesantes que los terrícolas se habían topado durante su misión de salvar la galaxia. Eso no quiere decir que las demás especies que habían conocido anteriormente no lo fueran, solo que lo olkari eran unos brillantes ingenieros, con ciudades increíbles y con el curioso aspecto que semejaba a una mantis religiosa, o al menos así los veía Hunk.

Pero sus impresionantes capacidades de convertir materia orgánica e inorgánica eran solo opacadas por su trágica historia.

Los olkari eran esclavos como muchos otros en la galaxia, del imponente y terrible imperio galra. El líder de los olkari, Lubos, había sido secuestrado y su vida corría riesgo si sus súbditos no seguían las órdenes de sus despiadados esclavizadores.

Eso era algo que los paladines de Voltron no permitirían que continuara.

Para ello, un plan para salvar a Lubos y a los olkari ya se estaba listo para llevarse a cabo. Solo que una persona parecía que toda la situación había resultado mucho más agobiante de lo esperado. O al menos de esa manera apreciaba Hunk el hermetismo que había adquirido Pidge después del reconocimiento del terreno en los robos-bellota (o lo que fueran). La joven paladín había permanecido aislada del grupo por voluntad propia mientras se planeaba la estrategia, abrazando sus rodillas en el asiento de piloto del meca vegetal esperando el momento en que Shiro diera la orden de partida.

–Pidge –la llamó Hunk acercándose lo suficiente al robo-bellota de la chica –. ¿Ocurre algo? –le preguntó realmente preocupado por su radical cambio de humor. Su jovialidad ante las maravillas de olkarion se había transformado en silencio.

–¿Eh? –soltó ella desconectada de sus pensamientos. Alzó la vista sobre sus rodillas para captar la mirada piadosa de Hunk fuera de su cabina –. No... no es nada importante.

–Parece serlo –insistió él –. ¿Qué pasa?

Pidge dio un largo respiro a sabiendas que no habría escapatoria de la empatía de Hunk. Así que resignada contestó a la brevedad:

–Sabes, mi madre adora las plantas. Es una botánica bastante dedicada, convirtió el jardín de mi casa en su propia huerta y realiza entrecruza de especies como científica loca. Y desde pequeña intentó incúlcame el mismo gusto por las flores, arbustos y cosas así, que terminó dándome mi primera margarita cuando era niña.

–Eso lindo.

–Sí, hasta que descubrimos que soy alérgica a la mayoría del polen.

–Ohh...

–Entonces intentó con un pequeño arbusto, de esos árboles que no crecen...

–¿Bonsái?

–Sí, de esos. Lo terminé ahogando para el tercer día. Eso siguió así con cada planta que intentó que cuidara.

–Oh cielos...

–No tienes idea –Pidge se deslizó por su asiento hasta quedar sentada en la orilla de la misma –. Hay quienes tienen cementerios de mascotas en sus jardines, yo lo tenía de plantas. Y fue triste lo que pasó con las piedras con musgos.

Aunque la efusividad en el rostro de la paladín verde había revivido con su monologo, la consternación en la cara de su compañero denotaba que no había sido el adecuado uso de vocablo para describir lo que deseaba explicar.

–El punto es... –dijo ella – que llegué a discutir con mi mamá cuando intenté hacerla entender que las plantas no eran lo mío, que no importara cuanto lo quisiera, no era igual que ella. En más de una forma –agregó después de una corta pausa en la que indicó su persona.

Hilos de TelarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora