Epílogo

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Retazos de recuerdos lo asaltaron, confundiéndolo más. Incluso tuvo la impresión de que el tiempo se detenía, la migraña se acentuaba y los colores volvían de manera lenta. Muy lenta.

Dorados. Un par de bonitos iris dorados lo mantuvieron cautivo en el limbo del sueño y la lucidez, en un rostro pequeño enmarcado por cabello azabache. Eso había sido lo primero que había creído ver antes de que flashes lo envolvieran en un torbellino mental.

Había sido envenenado y ella lo había curado. Había luchado en una guerra. Había visto a Madara en su esplendor y por loco que suene, había sobrevivido a ello. Había llamado a esa chica de una manera vergonzosa, dando inicio a una historia que no quería que termine. Había descubierto que tenía una relación con el Sabio de los Seis Caminos, pero antes había formado un equipo para vengarse de su hermano. Había descubierto que Itachi no era quien creía. Había rogado porque esa chiquilla permanezca a su lado, la había tomado como suya... Había temido por su seguridad en esa guerra que había finalizado dejándole amargura en cada centímetro de su piel.

Meneó la cabeza, intentando despejarse en vano. Quizá no había sido buena idea visitar ese prado, donde tiempo atrás su vida había sufrido una hermosa alteración.

Era gracioso cómo a pesar de los días, cada atardecer mantenía un único patrón: la culpa. Culpa era lo que llenaba su alma. Tras el rostro que aparentaba indiferencia, se desataba una tormenta que se había vuelto frecuente cada vez que cruzaba parajes como aquel. ¿Era porque en esos momentos en los que rayos de sol se filtraban por las ramas, recordaba su infancia? ¿Era porque estar en contacto con la naturaleza le traía sensaciones de paz que no merecía? ¿O era porque...?

Idiota. Claro que era por ella. Únicamente ella.

Exhaló un respingo desviando su atención del presente y regresando al pasado, al instante donde su salvadora entonaba esa canción que estaba seguro lo perseguiría por días. Probablemente para toda la eternidad como un recuerdo de que la muchacha no estaba más con él.

Si se lo permitía, todavía podía rememorar con una exactitud acaso tortuosa lo que había percibido durante su encierro. Si se lo permitía, volvía a estar sujeto a una camisa de fuerza, oír el goteo de un caño abierto en algún lugar cercano y permanecer inmóvil, como si nuevamente estuviera ahogado en odio capaz de congelarlo y engullirlo en sus profundidades. Estaba solo y una parte de sí le susurraba que no sería salvado de sus demonios; mientras que la otra aguardaba la llegada de algo o alguien que no aparecía, o mejor dicho, no veía. No percibía otra cosa que no fuera el estupor entorpeciendo sus sentidos, y de seguro habría creído estar muerto de no ser por el tintineo metálico, el rechinar de una reja, e inmediatamente después, algo pastoso tocar su boca.

—La comida —había declarado algún extraño.

—Tengo una pregunta —había logrado decir entre cucharadas que era obligado a aceptar—. ¿Dónde está Yumi?

Interesaba poco que cambiaran de cuidador, o los horarios de la comida, pues no dejaba de hacer la misma pregunta y de recibir la misma maldita respuesta: nada.

Sasuke no era idiota. Era consciente que la aceptación y el perdón de Naruto no lo ayudaría a enfrentar la condena de los crímenes que había propiciado. Lo aceptaba, pues era lo justo. Es más, esperaba que lo tomen prisionero apenas terminara la guerra y lo interroguen, pero no se imaginaba ser arrestado en el momento más agonizante de su patética existencia.

—¿Cómo estás hoy, Uchiha? ¿Listo para hablar?

Por las conversaciones que se colaban entre los garrotes de la celda, había logrado identificar esa voz como Ibiki. Un hombre grande, con una cicatriz que surcaba su rostro y ojos amargados. O al menos así lucía en sus recuerdos.

Kimi ga suki | Tú me gustasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora