Parte 8: Alameda de los Descalzos

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Alameda de los Descalzos, mediados de Diciembre de 1775


—No me quejo de las vistas, pero... ¿Podríamos volver de una buena vez?— pidiose Alba, contemplando la puesta de sol.

—Démosle una vuelta a la Alameda, ya verá que encontramos alguito.—planteó María, acechando sus flancos sin remordimiento alguno.

—Sabrá que hemos hecho aquello tres veces, empiezan los pies a dolerme por carecer de descanso, desde el alba voy en pie y t-

—Solo una vez más, apiádese de esta pobre viuda que no tiene más que pasar el tiempo en este tipo de bobadas.

—Vuestra merced no es una pobre viuda.— enarcó la ceja en señal de zozobra. Arrimose los brazos para cruzarlos y añadió—: No puede cundirle más el chismerío. 

—¡Cómo le encanta hacerse de rogar!

María regaló una enorme sonrisa hacia Alba, quien no hizo más que responder con un gesto de manos que indicaba la aceptación a su requerimiento. Juntas caminaron el poco trecho que dibujabase sobre sus narices y cruzaron el Puente, siguiendo calle arriba por las orillas del Rímac, contemplando el Paseo Amancaes con las flores del mismo nombre que tanto llamaban en beneplácito a la menor de las dos. Jóvenes sentados en las ya acostumbradas tertulias, parejas cortejandose, niños saltando... poco a poco los faroles de la ciudad fueron fulgurando  uno a uno por los serenos.


Llegaron a la tan mencionada Alameda, decidiendo recorrer sus rincones a pesar del desánimo de Alba y el brío de María por reconocer sus artimañas en el empuje hacia lo que tenía pensado. Casi al final de ésta, encontrábase una iglesia adornandola, resolvieron tras unas miradas, detenerse un momento cerca al atrio y tomar un poco de aire.

—Dése por vencida— suspiró Alba, cansada de la terquedad de su flacucha compañera—. Es más, me reti-

—Gírese.— María cogió de las muñecas a su acompañante y sin delicadeza alguna, diose vuelta, dando un par de pasos, escondiéndose dentro del mencionado atrio, cubriendo sus cuerpos con el murete bajo que alzabase en los linderos.

—¿Qué le ocurre? ¿De qué nos escondemos?

—África está ahí.

—Bueno, acerquémonos a salu-

—¡NO!— advirtió la rubia de cabellos largos y acercose aún más al cuerpo de Alba, quien contemplaba su mirada con extrañeza visible—. Está junto a la Marquesa de Navarra.— susurró.

—¿La mujer de Don Mikel? ¿Aquel que tuvo el problema de las calesas? ¿El sin título? ¿El-

—¡SI! — calló la boca de su amiga—. Luego soy yo la chismosa de callejuela.—manoteo las manos en señal de silencio.

—No es que yo lo sea, es mera curiosidad.—explicó Alba, echando ojos de manera disimulada hacia la trayectoria que la vista de María alzaba.—Pero sigo sin entender esta actitud, ni que fueramos ladrones.

Ocultaronse un tiempo más el par de mujeres, sin justificación buena, hasta que un sacerdote que limpiaba la fachada de dicha iglesia posó su mirada en ellas, extrañado del actuar del par de jovenes rubias.

—Disculpad vuestras mercedes, pero ¿se os ofrece algo? — intentó ayudar si es que de alguna forma pudiese.— He visto vuestro comportamiento, ¿alguien osa molestarles?

—Disculpará su merced.—se explicose María con una cándida sonrisa y la lengua rápida para las justificaciones—. ¡He perdido mi rosario! Esperaba encontrarlo por aquí, pero me es esquivo.

olvídate de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora