Parte 44: Cuatro días

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—Sumercé poseía toda la razón.—avivó el hombre, con las manos entrelazadas sobre su espalda.—Aquella muchacha soltará su peso en oro.

—Se lo dije Ramón, no había mucho que pensar bajo la desesperación.—canturreó, arrastrando las palabras.—Espero más bien, no olvide nuestro acuerdo.

—¡Cómo cree, Conde!—sonrió, estirando las viejas vetas de su rostro.—Esto resolverá mis preocupaciones de hambre, por el resto de poca vida que me queda.

—No llame al mal, hombre.—hizose una mueca extraña con la boca y añadió—: ¡Pero no pierda más tiempo, recoja su recompensa!

—Ya mismo voy, señor.

—Uno de mis hombres lo acompañará.

—Pierda cuidado, le haré llegar sus lingotes apenas los reciba.

Salió pues, el viejo hombre, cundido en alegría por su buena fortuna.


—De algo me sirvió apegarme a Don Mikel nuevamente.—suspiró con hastío.

—Señor, ¿no cree que Don Miguel Ángel sospeche?—habló su acompañante.

—Ese viejo idiota no es más que la muñeca de trapo de los hermanos Derecho.—contestó, acercando sus pasos hacia una vieja vitrina, de donde sacó una botella de vino.

—No dudo de su habilidad para interceptar hechos, Conde, pero aún así...

—Lo primero que hará apenas su hija recuperese del todo, es irse de aquí.

—¿Y pasará de un hermano a otro sin remordimiento alguno? ¡Qué poca estima hacia su propia sangre!

—Lo único que le importa a ese decrépito es no perder sus tierras.—negó con asco.—Nicolás no es más que un ser repugnante, lo único salvable es su título.

—Es increíble, pero aún más, que no sospeche de Carlos, ¿Quién más podría ayudarle? ¡Nicolás no tenía muchos días aquí! La respuesta cae de madura.

—Carlos tiene muy bien hilado sus pasos, tonto no es, se ha acorazado para zafarse libre de cualquier culpa.

—Y será ahí, donde sumercé podrá ser tildado de cómplice.

—Espero que el menor de los Derecho no olvide que gracias a que intercedí con Don Mikel, él posee ese sucio molino y sus alrededores.

—Pero señor...

—No te preocupes, está todo solucionado.—pasó la yema de sus dedos por los bordes de su copa.

—¿A qué se refiere, señor?

—El guardia que acompaña a nuestro querido Ramón, tiene por orden desaparecerle.—bebió un trago de vino con una sonrisa retorcida.—Ese dinero lo usaremos para irnos por un tiempo de esta ciudad, al menos, hasta que cierrense las averiguaciones sobre los falsos títulos cuando llegue el nuevo Virrey y Carlos hayase casado con la hija de Miguel Ángel.

—Pobre muchacha.




—Da gracias que está a salvo, Miguel Ángel.—pidió con firmeza.

—¿Dar gracias?—preguntó colérico.—Esta hija tuya no hace más que darme disgustos, ¿Qué muchacha de bien escapa de su hogar, Rafaela?

—Sus razones tuvo para justificar su actuar.

—¿Te oyes, mujer?—alzó la voz, llenando de ira los rincones de su cuerpo.—Nada es suficiente para avalar esa decisión.

olvídate de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora