Emilio
Joaquín no contestó el teléfono una y otra vez. ¿Habrá llegado a su casa ya? ¿Le habrá pasado algo? Ingresé a un bar, era algo rústico, no tan extravagante. Caminé hacia la barra; había gente besándose en todos lados. Me tumbé en una silla; la cabeza me daba vueltas de tanto pensar.
— ¿Qué va a beber? —me preguntó un hombre tras la barra sin interrumpir la limpieza de la copa que sostenía en manos.
—Lo que sea —le dije— fuerte, de preferencia.
No era un experto en bebidas, pero esta noche deseaba olvidar todo. La culpa me comía vivo; el regreso de María había regenerado ese dolor que durante el día Joaquín se llevó. Joaquín me hacía sentir mejor, no sé cómo lo lograba, pero era inevitable no estar bien a su lado. Lo necesitaba, y eso me hacía sentir culpable, egoísta. Sentía que lo utilizaba. Quería estar cerca de él porque me hacía sentir bien, me entendía y no me juzgaba. Entonces, ¿por qué le había pagado de tal forma? Solo se preocupó por mí, ¿y yo qué hice? Le grité, descargué mi furia con la persona equivocada.
El primer trago de la copa ardía por mi garganta, quemaba; su sabor era algo desagradable, amargo. Mi lengua palpitaba, pero era como una dosis de inconsciencia. Joaquín, sus ojitos asustados, esa imagen en mi mente, ¿qué necesidad tenía él de esto? Sí, ninguna. Yo había llegado a su vida por obra del destino y me había infiltrado casi sin pedir permiso, y él me aceptó dulcemente. Me brindó su compañía, su tiempo, su amistad... Un trago más ardía aún, pero ahora era más cálido, más inconsciencia. Con qué cara lo vería ahora, evitarlo ni siquiera era una opción. Era mi alumno, y yo era su profesor. Debería verlo en mi clase, mínimo, hasta que él partiera a la universidad.
Joaquín, perdón. No deseaba que el día terminara así, no quería gritarte, descargar mi furia contigo, pero lo había hecho. Siguiente trago y otro, y otro más... hasta que todo parecía olvidado.
•••
Una suave mano tocó mi hombro, volviéndome un poco a la realidad, y una voz familiar susurró, pero me sentía en trance, no era capaz de responder.
— No Emilio — insistió — iremos a CA-SA.
Esa voz dulce, podría apostar de quién era. Levanté con un esfuerzo sobrehumano la vista y mis ojos se toparon con un bello ángel de largas pestañas.
Joaquín - su presencia me alegraba, ¿pero qué hacía él allí junto a mí? — Joaquín, qué bueno que eres tú... ah... pero qué hago yo aquí, espera... qué hago yo aquí - al hablar era como si alguien más controlara mis palabras, alguien que definitivamente me odiaba.
Lo siguiente fue como en cámara lenta, la lluvia fría, gélida que quemaba al contacto, pero ahora estaba con Joaquín. Él no estaba obligado a ayudarme, pero lo hacía. Era una buena persona, y yo un egoísta que solo pensaba en sí mismo.
Estaba tan harto de todo, de sentirme así cada día, cansado, dolido, encapsulado en mi mundo, con miedo a sentir...
— Emilio, dale, no te detengas que llueve mucho... —me dijo Joaquín
—No tengo fuerzas, Joaquín— le confesé. Sabría que él entendería; mi pequeño ángel sabría de qué hablaba.
—Yo estoy aquí, Emilio. No te dejaré solo — a veces, esas palabras son todo lo que uno necesita... y sacar todo el dolor que hierve por dentro, aunque, lamentablemente para Joaquín, ya no era algo que pudiera reparar.
Me costaba diferenciar entre lo que era real y lo que no, entre lo que soñaba y lo que realmente ocurría. Escuchaba una voz, no sabía de quién; debería ser de Joaquín. Él había ido a buscarme, y aunque quería decirle que lo sentía, no tenía control sobre mí mismo. Quería agradecerle, pero lo sano sería alejarme de él. No debería seguir utilizándolo, sí, eso hacía, porque lograba hacerme sentir mejor, se llevaba el dolor, pero al final lo utilizaba. No podía explicar de otra manera mi necesidad de tenerlo cerca. Se supone que amo a María, no, debo amar a María.
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