Capítulo Dos

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– Godric, lleva a la humana al sótano y regresa. Iré a llamar a mi padre– le ordenó Cedric al último vampiro que había aparecido.

Como toda respuesta, Godric soltó un gruñido, algo que se parecía bastante a una queja. Sin siquiera mirarme me tomó del brazo con firmeza y comenzó a caminar hacia la derecha.

Una de las puertas que se encontraban en ese piso, cubría la entrada a unas escaleras que descendían hacia un sótano completamente oscuro.

– Espera aquí– me dijo con un tono de voz tan firme, que incluso el cazador de vampiros más experimentado le habría obedecido.

Me soltó, tiró una fina cadena que colgaba del techo y se encendió una luz tenue que parpadeaba cada cinco segundos. Me volví para mirar al vampiro, esperando que me indicase que bajara las escaleras, pero la puerta se cerró con ímpetu. Él ya se había marchado.

Bajé los escalones con lentitud y apartando con la punta de los dedos las telarañas que se habían formado allí abajo. Aquél lugar tenía un terrible olor a humedad y hacía mucho frío. Las paredes, que en algún momento debían haber sido blancas, estaban teñidas de un color amarillento y viejo, y la pintura estaba descascarada. Había algunos muebles elegantes, cubiertos por una capa de polvo y cuadros con marcos dorados, esculpidos con dedicación.

Me acerqué a uno de ellos y lo observé. Parecía pintado al óleo y era el retrato de una mujer hermosa y maravillosamente elegante. Usaba un vestido negro con encaje en el escote y mangas abultadas. Su cabello era marrón oscuro y sus ojos... Se parecían terriblemente a los del vampiro que me había secuestrado. A decir verdad, toda ella se le parecía.

Cedric tenía el cabello marrón oscuro, peinado hacia un lado con extremo cuidado. Sus ojos, mezcla de azules y violáceos, como los de aquella mujer, desprendía una mirada fría y severa. Tenía la piel pálida, como todos los vampiros, pero la nariz fina, y las cejas gruesas eran iguales a las de ella.

Seguí mirando a mi alrededor en busca de algo que pudiese servirme para defenderme. Obviamente allí no había rastro de crucifijos, ni cuchillos, ni agua bendita. Abrí los cajones de los muebles abandonados, pero dentro de ellos solo había papeles viejos.

Entonces me puse en cuclillas y tomé una ramita de la verbena que tenía escondida en el calcetín. No serviría para defenderme de ellos, o para evitar que me mordieran. Pero si intentaban controlar mi cabeza, al menos podía evitar que lo lograran. Me la metí en la boca y la tragué con cierto esfuerzo. A pesar del perfume delicioso, el sabor era extremadamente amargo, como comer una hebra de pasto.

Volví a mirar a mi alrededor. Había algo más, cubierto por una fina sábana blanca, llena de polvo y suciedad. Miré hacia atrás, esperando que ningún vampiro me estuviese mirando mientras hurgaba entre sus cosas, pero unos diminutos ojos se clavaron en mí.

El gato negro que había estado en las manos del niño, me estaba observando desde el último escalón. A pesar de tener un cascabel colgado del cuello, había sido tan sigiloso que no lo había oído.

– ¿Qué haces aquí? – le pregunté como si pudiera responderme.

Como toda respuesta el gato maulló una vez y comenzó a subir nuevamente las escaleras.

Si había llegado hasta allí abajo después que yo, tal vez quería decir que la puerta no estaba trabada. Lo seguí, intentando hacer el menor ruido posible, por si los vampiros estaban cerca. En efecto, la puerta estaba entreabierta. El gato salió tranquilamente hacia el salón, y yo, imitándolo, asomé primero la cabeza, para corroborar que no estuviesen allí, y una vez que vi que no había nadie, me deslicé fuera del sótano.

Reinaba un silencio inquietante, no se oía el más mínimo murmullo. Solo mis pasos, que a pesar de ir en puntillas parecían querer atraer a todo el mundo. El gato se dirigió hasta la puerta principal. ¿Era posible? ¿Me estaría diciendo que escape?

Había una distancia de diez metros desde mi posición hasta la salida. Comencé a moverme muy despacio en su dirección, mientras el gato me esperaba en la puerta. Seguía sin oírse nada. Contuve la respiración, para ser aún más silenciosa. No sabía hasta que distancia podían oírme, pero esperaba que no me delatara lo fuerte que latía mi corazón. Ocho metros, seis metros... La puerta cada vez cerca, mi corazón latiendo cada vez más rápido... Cuatro metros... Dos metros.

Alcancé la puerta y tomé rápidamente el picaporte. Tiré de ella, pero no se abrió. Forcejé unos segundos en un intento desesperado por lograr que se abriera. El gato me miraba expectante.

– Olvídalo, está sellada– oí una voz detrás de mí, y mi piel entera se erizó.

Cedric me miraba con una sonrisa socarrona, como si fallara algo dentro de mi cabeza.

– ¡Déjenme salir! – exclamé frunciendo el ceño.

– ¿Por qué haríamos eso? – me preguntó levantando las cejas.

– ¿Van a matarme? –

– Aún no– dijo entornando los ojos, como si darme una mínima explicación ya fuese molesto.

– Entonces les sirvo para algo...– concluí cruzando los brazos sobre el pecho.

– En vez de seguir especulando ven conmigo– me dijo, dándome la espalda y comenzando a caminar.

– No voy a ir a ninguna parte– sentencié– ¡Déjame salir! –

Antes de siquiera darme cuenta había retrocedido hasta dejar mi espalda pegada a la pared y sus dos brazos a cada lado de mi cuerpo.

– Vamos a aclarar algo– soltó, clavando sus ojos en los míos– que no te mate no significa que seas inmune. No vas a obedecer porque te hipnotice, lo harás porque yo, soy un vampiro, y tú solo eres una humana–

– Ustedes son monstruos– dije casi escupiendo las palabras y mirándolo con odio.

– Y ustedes comida– se apartó de mí y comenzó a caminar nuevamente hacia las escaleras.

Me mordí el labio con fuerza y con toda la ira que podía sentir en el cuerpo, lo seguí. Las respuestas que buscaba estaban a donde él me llevaba, me gustase o no. 


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Luna de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora