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Alex abrió los ojos lentamente, acostumbrándose a la penumbra de la nueva habitación. Era un espacio más amplio que el sótano, con paredes pintadas de un color pálido y neutro, casi como si intentaran imitar una calidez que no existía en ese lugar. A un lado, había una cuna blanca, y dentro de ella, Ian dormía profundamente, envuelto en una manta suave.

La cama matrimonial, en la que ahora dormía junto a Sebastián, se sentía demasiado grande y al mismo tiempo sofocante. El colchón era blando, pero Alex no encontraba descanso en él. Desde que había dado a luz, Sebastián había decidido mudarlo a esta habitación. No había sido una decisión suya, por supuesto. Nada en su vida lo era desde hacía mucho tiempo.

Miró hacia la cuna y vio a su bebé respirar suavemente. Ian. El nombre había sido una imposición de Sebastián, pero ahora Alex no podía imaginar llamarlo de otra forma. Había algo reconfortante en la sencillez de ese nombre, algo que le parecía un ancla en medio de su tormenta personal.

Alex había comenzado a amamantar a Ian casi de inmediato. Al principio, le había resultado extraño, desconcertante. Pero su cuerpo, a pesar del dolor y el cansancio, había respondido. Sus pechos, sensibles y adoloridos, producían leche con facilidad. Sentía una mezcla de emociones contradictorias cada vez que lo alimentaba: una ternura que lo llenaba de calidez, pero también una culpa que lo consumía lentamente.

Se levantó de la cama con cuidado, tratando de no hacer ruido para no despertar a Sebastián, que dormía profundamente a su lado. Caminó hacia la cuna y miró a su hijo con ojos llenos de melancolía. Ian era pequeño, frágil, una criatura tan inocente y dependiente de él que su sola existencia hacía que su pecho se apretara de angustia.

Sin poder evitarlo, Alex deslizó una mano dentro de la cuna, acariciando con delicadeza la mejilla suave del bebé. Ian se removió ligeramente en su sueño, emitiendo un pequeño suspiro que hizo que el corazón de Alex latiera más rápido.

—Lo siento… —murmuró Alex, con voz temblorosa, apenas un susurro.

No sabía si estaba disculpándose con Ian, con él mismo, o con alguna fuerza superior que lo observaba desde lejos. Se sentía atrapado en un laberinto de pensamientos oscuros. Ian no merecía esta vida. No merecía ser criado por alguien como él. ¿Cómo podía ser una buena madre si no podía proteger a su propio hijo del entorno en el que estaban atrapados? Sentía que cada día que pasaba, cada caricia, cada canción que le cantaba, no eran suficientes para compensar la miseria a la que lo estaba condenando.

Por las noches, cuando Ian lloraba, Alex se levantaba con rapidez para acunarlo. Le cantaba las canciones que recordaba de su infancia, historias que su propia madre le había contado cuando era pequeño, historias que parecían tan lejanas, casi irreales ahora. Mientras lo hacía, se preguntaba si Ian podría sentir la tristeza que emanaba de él, la desesperación que intentaba ocultar tras sus susurros amorosos.

A veces, después de cantarle hasta que Ian se quedaba dormido nuevamente, Alex se sentaba al borde de la cama, mirándolo. Su pequeño rostro se relajaba en la inocencia de sus sueños, ajeno al sufrimiento que lo rodeaba. Alex se preguntaba si algún día entendería, si algún día lo culparía por no haberlo dejado en un lugar donde podría haber tenido una vida mejor.

“¿Soy egoísta por mantenerte aquí conmigo?” se preguntaba a menudo. No podía evitar pensar que tal vez estaba actuando por miedo a quedarse solo, por miedo a enfrentarse a la soledad que lo había consumido durante tanto tiempo. “¿Estoy siendo cruel al no dejarte ir?”

Los días se volvían rutinarios, pero en su mente, cada día era una nueva lucha. A veces, Sebastián lo obligaba a hacer cosas que no quería, que le causaban dolor, y Alex se encontraba atrapado entre el deseo de proteger a su hijo y la necesidad de sobrevivir. Sebastián seguía siendo violento; aunque las palizas no eran tan brutales como antes, sus palabras eran tan hirientes como siempre.

—¿Qué pasa contigo, Alex? —gruñía Sebastián con frecuencia—. Pareces un fantasma de ti mismo. Ya no eres nada más que un cascarón vacío.

Alex bajaba la cabeza, sus manos temblando mientras sostenía a Ian contra su pecho. No respondía, sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas. La única respuesta que tenía era el silencio. El silencio era seguro. El silencio no provocaba la ira de Sebastián.

A veces, cuando Alex lograba quedarse a solas, miraba a Ian y sentía una oleada de amor tan fuerte que casi le quitaba el aliento. Pero luego, ese amor se transformaba en una nube oscura de culpa. Se sentía una mala madre, un ser egoísta por haber traído a Ian a este mundo, por haberlo arrastrado a esta existencia. Se convencía de que no merecía a su hijo, de que Ian merecía algo mejor que él, que su risa, que su llanto, que su presencia constante.

En esos momentos, Alex se acercaba más a la cuna, se inclinaba sobre Ian, y cantaba con una voz que parecía quebrarse con cada nota. Canciones de cuna, canciones de su infancia, historias de días más felices que ahora le parecían sueños lejanos.

—No me odies… por favor… —le rogaba en voz baja, como si Ian pudiera entenderlo, como si su pequeño hijo pudiera concederle algún tipo de perdón por sus propias faltas.

Sebastián a veces lo observaba desde la puerta, con el ceño fruncido, sin entender del todo lo que ocurría dentro de Alex. A su modo, Sebastián creía estar haciendo lo correcto. "Está conmigo, está a salvo," se decía a sí mismo. "Ian crecerá con sus padres, en una familia."

Pero Alex no podía compartir esa visión. A cada día que pasaba, sentía que se desmoronaba un poco más, que su tristeza se volvía más tangible, más pesada. Amaba a Ian, pero ese amor era doloroso, como si cada latido de su corazón estuviera impregnado de espinas.

A pesar de todo, trataba de ser fuerte para Ian, de sonreír a través de las lágrimas, de ofrecerle algo de calidez en medio del frío que parecía envolverlo todo. Pero en su mente, la batalla continuaba: ¿era realmente mejor que Ian estuviera con él? ¿Era justo mantenerlo a su lado, cuando tal vez, solo tal vez, podría tener una vida mejor en algún otro lugar?

Alex acarició la mejilla de Ian una vez más, su voz temblando mientras le cantaba una vez más esa canción que recordaba de su infancia, esperando que, de alguna manera, sus palabras pudieran transmitirle a su hijo el amor que sentía, a pesar de todo, a pesar de sí mismo.

"Lo siento, lo siento tanto," pensaba mientras las lágrimas caían por su rostro, silenciosas, ocultas bajo la penumbra de la habitación. "No soy lo suficientemente fuerte para dejarte ir, y sé que te mereces algo mejor."

Y así, cada día, Alex continuaba su lucha silenciosa, un pie delante del otro, moviéndose en un terreno incierto, tratando de encontrar un poco de paz en medio de su propia tormenta.

Secuestro M- pregDonde viven las historias. Descúbrelo ahora