17

846 37 8
                                    

Alex se había acostumbrado a los días que ahora parecían fundirse en una rutina sin fin. Cada mañana, se levantaba temprano para preparar el desayuno, a pesar de que no siempre le salía bien. Quemaba los huevos o añadía demasiada sal a las papas, pero lo hacía de todas formas, porque era lo que esperaba de él. Ian, en sus brazos o colocado con cuidado en una mantita a su lado, observaba todo con sus grandes ojos curiosos. 

—Hoy vamos a intentar hacer panqueques, Ian, —le susurraba Alex a su bebé mientras se movía por la cocina con torpeza. Ian lo miraba desde la cuna improvisada en la mesa de la cocina, moviendo sus manitas en el aire como si pudiera entender lo que Alex decía. 

Alex dejó salir un pequeño suspiro cuando la masa salpicó un poco sobre el mostrador. Hacía mucho tiempo que no se preocupaba tanto por la limpieza, pero con Ian cerca, trataba de mantener el espacio limpio y seguro. “Todo por ti, pequeño,” pensaba mientras sonreía débilmente. 

Había momentos en que las cosas parecían más soportables. Ian era un rayo de luz en su existencia oscura. Cada vez que su bebé reía o balbuceaba, Alex sentía un pequeño alivio, como si la presión en su pecho se aligerara un poco. 

Pero no todo eran días tranquilos. Hubo una noche, una de esas que Alex desearía poder borrar de su mente, cuando Sebastián decidió que lo quería a su manera. 

Estaban en la habitación. Ian dormía en la cuna junto a la cama, el suave sonido de su respiración llenando el silencio tenso de la habitación. Sebastián, acostado en la cama, lo observaba con una mirada que Alex había aprendido a temer. 

—Ven aquí, —ordenó Sebastián con voz baja, pero firme. 

Alex dudó por un segundo. Sabía lo que iba a pasar, lo que siempre pasaba cuando Sebastián lo llamaba de esa manera. Sin embargo, obedeció. Siempre obedecía. 

Sebastián lo tomó de la muñeca y lo guió hasta colocarlo sobre él, poniéndolo en una posición que hacía que Alex se sintiera vulnerable. 

—Sebastián, por favor… no. —Alex murmuró, tratando de mantener su voz tranquila. Miró hacia la cuna, donde su bebé dormía tranquilamente. —Ian está aquí… 

Pero sus palabras solo parecieron enfurecer a Sebastián. 

—¿Te atreves a decirme que no? —gruñó Sebastián, sus manos sujetando las caderas de Alex con fuerza. 

Antes de que pudiera reaccionar, Sebastián le dio un fuerte golpe en la mejilla. Alex sintió la quemazón en su rostro, su piel ardiendo con un dolor que no podía ignorar. Intentó alejarse, pero Sebastián lo sostuvo en su lugar, comenzando a moverlo rítmicamente sobre él. 

—No… no… por favor, detente… —suplicó Alex, lágrimas cayendo por su rostro. 

Pero Sebastián solo sonrió con una frialdad inquietante. 

—¿Que me detenga? —preguntó con desdén—. Te dije que sonrieras. 

Alex se mordió el labio, sus ojos llenos de miedo y dolor, mientras Sebastián lo movía con más fuerza, sus embestidas se volvían cada vez más rápidas y más profundas. 

Ian emitió un pequeño sonido en la cuna, y Alex, desesperado, miró hacia su hijo. 

—Por favor, Sebastián… —gimió Alex—. El bebé… 

Pero sus palabras parecieron caer en oídos sordos. Sebastián apretó sus pezones con fuerza, provocando que un chorro de leche fluyera de ellos. 

—Sonríe —exigió Sebastián. 

Alex no pudo evitar soltar un pequeño gemido de dolor, sintiendo que cada movimiento lo desgarraba por dentro. Intentó distraerse, cerrar los ojos y pensar en algo más. En ese momento de dolor y desesperación, mordió su propio brazo, intentando no gritar. 

Cuando todo terminó, Alex se quedó sentado, jadeando, temblando, con su rostro todavía caliente por el golpe. Sebastián lo soltó finalmente, y Alex se dejó caer al lado de la cama, con sus piernas temblando y su cuerpo aún temeroso. 

Sebastián pronto se quedó dormido o eso era lo que parecía, su respiración se volvió regular y profunda. Alex, por su parte, se levantó con cuidado y se acercó a la cuna de Ian. Su hijo se había despertado, observándolo con esos grandes ojos que parecían llenos de una sabiduría antigua. 

Tomándolo en brazos, Alex lo acunó contra su pecho, sintiendo cómo su corazón latía rápido. Necesitaba consolarse, y también consolar a su hijo, aunque Ian no supiera lo que había pasado. 

Comenzó a cantar suavemente, una canción que había inventado en su mente, tratando de encontrar las palabras que pudiera decirle a su pequeño hijo para que supiera cuánto lo amaba, cuánto deseaba protegerlo. 

Mi pequeño Ian, tesoro de mi ser, 
un día conoceremos el mundo, 
caminaremos juntos hasta el amanecer, 
veremos el sol brillar profundo.

Te amo, te amo más allá de la razón, 
y aunque no tenga fuerza en mi corazón, 
prometo mostrarte el mar y el sol, 
juntos volaremos, como un gorrión.

Mi pequeño Ian, no temas al dolor, 
mi amor te envuelve, mi pequeño amor, 
prometo que algún día veremos las estrellas, 
caminaremos libres por tierras bellas.

Ian se calmó en sus brazos, sus ojitos cerrándose poco a poco al sonido de la voz de Alex. 

Mientras cantaba, Alex sintió que las lágrimas rodaban por su rostro, pero su voz no temblaba. Era una promesa silenciosa, una que sabía que tal vez nunca podría cumplir, pero que mantenía en su corazón como una esperanza remota. 

Cuando terminó la canción, Alex miró a Sebastián. Todavía dormía, ajeno a la pequeña burbuja de paz que había creado solo por un momento. Alex besó la frente de Ian, murmurando en un susurro. 

—Te amo, Ian… y lo haré siempre… por siempre… 

Luego se sentó en la cama, acurrucando a su bebé contra su pecho, mientras la noche continuaba a su alrededor, indiferente a su sufrimiento. Sabía que el amanecer traería más de lo mismo

Secuestro M- pregDonde viven las historias. Descúbrelo ahora