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Han pasado días desde que Alex comenzó a planear su escape, pero cada intento de encontrar algo que pudiera ayudarlo a liberarse de Sebastián resultaba inútil. La desesperación se apoderaba de él, y con cada día que pasaba, se sentía más atrapado, como si las paredes de la casa se cerraran lentamente a su alrededor. Las palabras que se veía obligado a decir, como "te amo" y "soy solo tuyo", se le atascaban en la garganta, pero sabía que eran su única esperanza para mantener a Sebastián calmado y ganar tiempo.

Esa noche, Alex se encontraba mirando por la ventana, envuelto en una pequeña manta que apenas cubría su cuerpo. A su lado, Sebastián dormía profundamente, su respiración tranquila y su rostro relajado. La paz en la expresión de Sebastián contrastaba fuertemente con el tumulto interior que Alex sentía.

-¿Qué haces, mi amor? -preguntó Sebastián, despertando ligeramente.

-Nada, solo observo un poco el exterior -respondió Alex con un tono neutral.

-Te amo tanto -dijo Sebastián, acercándose a él y tomando su mejilla para darle un beso tierno.

Alex intentó esbozar una sonrisa mientras asentía. En su mente, solo deseaba que todo terminara pronto.

-Voy a prepararte algo de comer, mi amor-dijo Alex, intentando encontrar un poco de espacio para sí mismo.

-No, ven, duerme conmigo insistió Sebastián, rodeándolo con sus brazos.

-Por favor, déjame hacerlo. Me sentiré mejor si estamos los dos juntos -insistió Alex, con una dulzura forzada.

Sebastián finalmente cedió, dándole un beso en la frente antes de soltarlo.

-Está bien, jamás podría negarme a esa dulce voz -dijo Sebastián.

Después de ponerse la pijama, Alex bajó las escaleras rumbo a la cocina. Aunque pretendía preparar algo para comer, en realidad buscaba un momento a solas para pensar. Se movía de un lado a otro en la cocina, abriendo cajones y alacenas sin propósito real, solo para mantener sus manos ocupadas y su mente distraída de la desesperanza que sentía. Intentaba convencerse de que encontraría una solución, pero cada vez que lo intentaba, la realidad lo golpeaba con más fuerza.

Mientras estaba inmerso en sus pensamientos, de repente sintió que su cuerpo se debilitaba. Sus piernas empezaron a temblar, y un mareo lo obligó a sostenerse del borde de la encimera. Su vista comenzó a nublarse, y antes de que pudiera reaccionar, se desplomó en el suelo, perdiendo el conocimiento.

Sebastián, que esperaba pacientemente en la habitación, se sobresaltó al escuchar un ruido fuerte proveniente del piso de abajo. Bajó corriendo las escaleras, alarmado, y encontró a Alex desmayado en la cocina. Lo cargó en sus brazos y lo llevó de vuelta a la habitación, llamando inmediatamente a su médico de confianza. En cuestión de minutos, el médico llegó y comenzó a examinar a Alex mientras Sebastián lo observaba con preocupación.

-¿Qué pasó? -preguntó Alex, despertando lentamente.

-Despertaste, mi bella rosa. Me asustaste tanto -respondió Sebastián con un suspiro de alivio.

-Sí, pero ya estoy bien. No tienes de qué preocuparte -dijo Alex, tratando de calmar la situación.

-No te preocupes, ya llamé a mi médico-dijo Sebastián, acariciando la frente de Alex.

En ese momento, se escuchó el timbre de la puerta. Sebastián bajó a abrir y guió al médico hasta la habitación, donde le pidió que saliera para poder realizar un chequeo más exhaustivo.

Después de un breve examen, el médico observó a Alex con seriedad, su mirada penetrante parecía juzgar cada palabra que Alex intentaba formular.

-No sé qué esperabas de mí, chico. Soy un profesional, no un aliado de tus fantasías de escape -dijo el médico, su voz fría y carente de simpatía.

-Por favor... ayúdame... no puedo seguir aquí... -suplicó Alex, sintiendo que las lágrimas luchaban por salir.

-Mira, no sé quién eres ni me importa. Solo estoy aquí porque me pagan bien. Deberías acostumbrarte a esta situación en lugar de llorar como un niño asustado. No cambiaré mi lealtad por alguien como tú -respondió el médico, sin mostrar un atisbo de compasión.

-Pero... esto no es justo... no quiero estar aquí... -murmuró Alex, su voz quebrándose.

-La vida rara vez es justa. Aprende a lidiar con ello. Y deja de llorar. No te servirá de nada, solo te hará parecer más débil -sentenció el médico, mientras guardaba sus herramientas.

El silencio se hizo pesado en la habitación. Alex sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies, dejándolo caer en un abismo de desesperanza. El médico salió de la habitación sin decir una palabra más, dejando a Alex solo con sus pensamientos oscuros.

Cuando Sebastián volvió a entrar, el médico ya se había ido.

-¿Qué te dijo? -preguntó Sebastián, su voz dulce pero con una inquietante nota de autoridad.

-Dijo que... que era solo por falta de alimento... nada grave... -mintió Alex, forzando una sonrisa débil.

-Sabía que te estaba cuidando bien. No te preocupes, mi amor, te mantendré a salvo -dijo Sebastián, abrazándolo.

Alex cerró los ojos, dejándose envolver por el abrazo de Sebastián, pero su mente estaba a miles de kilómetros de distancia. La conversación con el médico había destrozado la última chispa de esperanza que le quedaba. No había nadie que lo ayudara. Estaba solo en ese infierno.

Pasaron los días, y la oscuridad en el corazón de Alex solo crecía. La comida sabía a cenizas, y el aire que respiraba se sentía como si estuviera cargado de veneno. Pero lo peor de todo era el nuevo peso que sentía en su interior, un peso que no podía ignorar.

El embarazo era un recordatorio constante de la pesadilla que vivía. Sentía que su cuerpo lo traicionaba, que algo terrible estaba creciendo dentro de él, algo que no deseaba, algo que odiaba. Cada vez que pensaba en el bebé, el fruto de una violación, su estómago se revolvía. No podía concebir la idea de amar a ese ser inocente, no cuando había sido concebido de la manera más horrible posible.

Se sentía atrapado en una cárcel sin paredes, con un futuro que solo prometía más sufrimiento. Las noches se volvían interminables, y los días eran solo un borrón de desesperanza. Cada vez que Sebastián lo tocaba, sentía una repulsión tan profunda que quería arrancarse la piel, pero no podía mostrarlo. Tenía que seguir fingiendo, tenía que seguir mintiendo, porque cualquier signo de rechazo podría desencadenar la furia de Sebastián.

El miedo lo paralizaba, pero también lo obligaba a seguir adelante, a seguir buscando una salida, aunque en el fondo sabía que cada día que pasaba lo alejaba más de cualquier posibilidad de escapar. Estaba condenado a vivir en esa casa, atrapado en una relación enfermiza y obligado a traer al mundo a un hijo que no quería.

Alex se despertaba cada mañana con una sensación de vacío, y cada noche se dormía con lágrimas silenciosas que mojaban su almohada. No tenía a nadie a quien recurrir, nadie que pudiera entender el infierno en el que vivía. Y lo peor de todo era que el tiempo seguía avanzando, implacable, empujándolo hacia un destino que no deseaba.

Un día, mientras observaba la lluvia caer por la ventana, Alex sintió una punzada de dolor en su abdomen. Era un recordatorio de que no estaba solo, de que había una vida creciendo dentro de él, una vida que no podía amar. Se llevó una mano al vientre, sintiendo el ligero bulto que comenzaba a formarse. Su mente se llenó de pensamientos oscuros, de ideas intrusivas que lo aterraban. No quería a ese bebé. No quería ser una madre forzada. No quería ser el portador de un recuerdo tan terrible.

La desesperación lo consumía, y no veía ninguna salida. Solo quería que todo terminara, de una forma u otra. Pero sabía que tenía que seguir adelante, tenía que encontrar la manera de sobrevivir, aunque cada día que pasaba se sentía más y más agotado, más y más perdido en una oscuridad que amenazaba con consumirlo por completo.

Secuestro M- pregDonde viven las historias. Descúbrelo ahora