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Las semanas pasaban con lentitud en el sótano oscuro y frío. La luz tenue que se filtraba por la única ventana en lo alto de la pared apenas marcaba la diferencia entre el día y la noche. Para Alex, el tiempo se había convertido en una bruma interminable de dolor, hambre, y miedo. No podía soportar la comida; cada bocado que intentaba ingerir se le devolvía, como si su cuerpo rechazara el mundo exterior tanto como su propia realidad.

Sebastián estaba cada vez más irritado. Su paciencia, siempre corta, se desgastaba con cada vómito, con cada negativa de Alex a comer. Los gritos de frustración y la impaciencia marcaban el ritmo de los días. Una y otra vez, Sebastián lo empujaba, lo forzaba, le gritaba, intentando que Alex obedeciera y comiera algo, cualquier cosa. Pero cada vez, Alex lo intentaba y cada vez, su cuerpo se rebelaba contra él.

—Eres inútil —gruñó Sebastián, empujándolo contra la pared una vez más, sus manos apretando los brazos de Alex con fuerza—. No puedes hacer nada bien. Ni siquiera puedes mantenerte saludable para nuestro hijo.

Alex bajó la mirada, sus ojos llenos de lágrimas. Quería decirle que lo intentaba, que hacía todo lo que podía, pero no había palabras suficientes para explicarlo. Cada intento de explicarse parecía solo enfurecer más a Sebastián. Los días se sentían más oscuros, más pesados, y cada uno era una nueva batalla para Alex, una que no sabía si podría ganar.

Finalmente, Sebastián tomó una decisión. Un día, trajo a Max al sótano. Max entró con una bolsa de suplementos alimenticios y una jeringa. Miró a Alex con su habitual indiferencia, mientras preparaba lo que necesitaba.

—Si no puedes comer por tu cuenta, encontraremos otra forma de alimentarte —dijo Max con tono impersonal, mezclando el líquido viscoso con una solución nutritiva.

Alex lo miró con ojos asustados, su cuerpo temblando ante la idea de otra invasión, otra imposición. Pero no tenía fuerzas para resistirse. Max se acercó, y con un movimiento hábil, deslizó una aguja intravenosa en el brazo de Alex, conectándolo a una bolsa de suero.

—Esto te mantendrá alimentado —explicó Max, mientras ajustaba la bolsa—. Necesitas estos nutrientes, no solo tú, sino el bebé.

Sebastián observaba desde la esquina de la habitación, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Alex sintió la punzada de la aguja, el frío líquido entrando en su cuerpo, y cerró los ojos, intentando no pensar, intentando no sentir. No había más lucha en él; había perdido el control de todo. Su cuerpo ya no era suyo, se había convertido en un campo de batalla entre su propia supervivencia y el dominio que Sebastián ejercía sobre él.

El proceso se repetía día tras día. Max llegaba con sus suplementos, preparaba las soluciones, y administraba los nutrientes directamente a través de las vías que conectaban a Alex con el suero. Cada visita era como un recordatorio de su impotencia, de la realidad en la que estaba atrapado. Sebastián lo observaba con desdén, cada vez más irritado por la necesidad constante de intervención médica.

—Nunca pensé que serías tan débil —escupía Sebastián, sin esconder su desprecio—. Eres una carga, Alex. Ni siquiera puedes mantenerte saludable para nuestro hijo. ¿Qué clase de padre eres?

Las palabras golpeaban a Alex como cuchillos, perforando su espíritu cada vez más profundamente. Su cuerpo se debilitaba, pero no era nada comparado con el peso que aplastaba su mente, su voluntad. No podía comer, y ahora ni siquiera podía soportar los líquidos que le forzaban a ingerir. Pero los suplementos alimenticios hacían lo mínimo necesario: mantenían su cuerpo en funcionamiento, lo suficiente como para que el embarazo avanzara.

Día tras día, Sebastián lo obligaba a soportar esa rutina. Los insultos y las amenazas se habían vuelto parte de la atmósfera del sótano, envenenando cada respiración que Alex tomaba. Max observaba con una mezcla de indiferencia y profesionalismo frío, cumpliendo su trabajo sin cuestionar lo que veía, sin sentir empatía por la situación de Alex.

Los meses pasaron en un lento y tortuoso desfile de dolor. El vientre de Alex creció, abultándose más con cada semana que pasaba. A veces, cuando Max estaba ahí y Sebastián se había ido por un momento, Alex podía sentir un leve movimiento dentro de él, como un pequeño empujón desde adentro. Esa sensación lo llenaba de emociones mezcladas; por un lado, sentía una conexión con el bebé, un deseo de protegerlo, de darle algo mejor. Pero por otro lado, el miedo y la culpa lo devoraban desde adentro. ¿Qué clase de vida podría ofrecerle? ¿Cómo podría ser una madre cuando ni siquiera podía cuidar de sí mismo?

Sebastián estaba impaciente. Cada vez que veía a Alex vomitar o debilitarse, su frustración crecía, su control se volvía más tirante. Él quería que el bebé naciera ya, quería que todo este calvario terminara. Su resentimiento hacia Alex se había convertido en una furia contenida que a veces se desbordaba en gritos o en momentos de control cruel, pero nunca en algo más profundo o humano.

Una noche, después de semanas de esta rutina infernal, Alex despertó con un dolor agudo en su abdomen. Era diferente a los otros dolores, más intenso, más profundo. Gritó por ayuda, sus manos se apretaban contra su vientre. Sebastián, quien dormía en la sala escuchó sus gritos y corrió hacia el sótano, con el ceño fruncido.

—¿Qué sucede ahora? —demandó Sebastián, irritado.

Alex solo pudo sollozar, su rostro pálido y lleno de dolor. Max llegó poco después, alertado por los gritos. Examinó a Alex rápidamente, frunciendo el ceño mientras presionaba con cuidado el vientre de Alex.

—Está de parto —declaró Max finalmente—. Necesitamos prepararnos. No hay tiempo que perder.

Sebastián observó con una mezcla de ansiedad y confusión. No había esperado que fuera tan pronto, pero ahí estaba, la realidad golpeándolo de frente. Max se movió con rapidez, preparando lo que podía con los pocos suministros que había traído consigo. Alex respiraba con dificultad, tratando de calmarse, pero el dolor era intenso, como nada que hubiera experimentado antes.

Las contracciones aumentaron en frecuencia e intensidad. Alex gritaba, sus manos apretando las sábanas con desesperación, mientras Max intentaba guiarlo a través del proceso con instrucciones firmes y claras.

—Respira, Alex. Necesitas mantener la calma. Puja cuando te lo diga.

Alex asintió débilmente, sus ojos cerrados con fuerza mientras seguía las instrucciones de Max lo mejor que podía. Sebastián permanecía cerca, observando con una mezcla de impaciencia y ansiedad. No sabía qué esperar, no sabía cómo reaccionar a esta situación que se le escapaba de las manos.

El dolor se volvió insoportable, cada contracción una ola que lo arrastraba más profundo en su propia desesperación. Pero Alex pujó, pujó con todas sus fuerzas, guiado por la voz de Max, luchando por sacar al bebé que llevaba dentro.

Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, un llanto agudo llenó el aire. Un sonido frágil, pero poderoso, un sonido de vida. Alex se desplomó en la cama, exhausto, sudoroso, su cuerpo temblando de fatiga. Max sostuvo al bebé con cuidado, limpiándolo rápidamente antes de envolverlo en una manta.

—Es un niño —dijo Max, con una sonrisa leve, algo de humanidad brillando por un momento en su rostro.

Sebastián se acercó, sus ojos fijos en el pequeño ser que sostenía Max. Alex, a pesar de su agotamiento, trató de levantar la cabeza, tratando de ver a su bebé, pero su visión se nublaba por las lágrimas.

—Dámelo —dijo Sebastián, su voz áspera pero cargada de una emoción desconocida.

Max entregó al bebé a Sebastián, quien lo miró con una expresión extraña, como si estuviera viendo algo por primera vez en su vida. Alex sintió una mezcla de alivio y terror. El bebé estaba aquí, finalmente. Pero ¿qué significaría eso para él, para su futuro?

—Es tuyo, Alex —dijo Sebastián, mirándolo fijamente—. Pero recuerda... siempre será nuestro.

Las palabras flotaron en el aire, llenas de promesas inciertas y amenazas veladas. Alex se quedó allí, débil y vulnerable, su corazón latiendo con fuerza mientras miraba a su bebé en los brazos de Sebastián, preguntándose qué destino le esperaba ahora.

Secuestro M- pregDonde viven las historias. Descúbrelo ahora