Capítulo 31

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Mario

—Sé que entiendes por qué es mejor que estés aquí. —Acaricio su orejita y él busca trepar hasta mi pecho.

Giro sobre la hierba para quedar boca arriba y le ayudo a lograr su objetivo. Camina hasta llegar a mi barbilla y lamerla.

—Eso debe de ser un sí, Luchito, ¿verdad? —susurro.

Debo entrecerrar los ojos porque la luz del sol directa me molesta en demasía. Aún siento la garganta apretada y tengo resaca.

Compruebo su collar y vuelvo a leer lo que está grabado en él: Luciano. Y al reverso: 23/05 —mi fecha de cumpleaños—, junto a mi número de teléfono por si llega a perderse, aunque aquí lo cuidan muy bien. Lo he comprobado.

Le permito que babee mi rostro unos segundos más antes de dejarlo en el césped de nuevo. No demora en acurrucarse para tener otra siesta.

Termina exhausto cada mañana que he salido a trotar con él, jugamos en un parque a 3 kilómetros del resguardo. Sin embargo, nunca tengo la valentía para llevarlo conmigo.

Hacer ejercicio en su compañía y acariciarlo, me ayuda a regresar más tranquilo al hospital y aferrarme a la posibilidad de ganarme el perdón del amor de mi vida. No obstante, siento que aún no puedo cuidarlo como se merece, o podría cometer alguna estupidez en una arranque de ira y le haré daño sin querer... Soy experto en eso.

Además, aún está muy pequeño, necesita más cuidados y entrenamiento. Yo ahora no puedo cuidar, ni siquiera, de mi.

He dejado el apartamento de Ignacio Vila desde el día que regresamos de Ibiza, luego de que Claudia me enviara una imagen tomada desde mi habitación; pero cuando llegué, ya no estaba. Supe de inmediato que el señor dueño del apartamento —mi supuesto padre— le había dado la llave. No había otra forma de entrar, o por lo menos enterarse de que vivía allí.

Me bastó unos segundos darme cuenta que había revuelto todas mis cosas, y unos segundos más notar que la cámara digital no tenía la memoria... Destruí todo a mi paso, no quedó objeto en pie que se pudiera quebrar.

Llamé a Claudia incesantemente hasta que su celular dejó de enviarme a buzón. Al contestar, me pidió una cita a cambio de la memoria. Era en un restaurante cercano al hospital. Me hizo esperarla por más de treinta minutos, sin embargo no se me hizo extraño, pues toda la vida tuve que esperarla horas para que se organizara. Justo cuando se sentó frente a mí y el teléfono comenzó a vibrar sobre la mesa, lo introdujo en mi vaso con agua para evitar que contestara.

Allí supe, definitivamente, que esa no era la Claudia de quien me había enamorado cuando era un niño, ni quien creí que era en mi primer año de universidad.

Ella, al ver que estaba más furioso y preocupado por intentar salvar el móvil, se enfureció y me confesó saber quién era la mujer de las fotografías. Me narró el enfrentamiento que tuvo con mi ángel minutos antes, razón por la cual me había hecho creer que estaba en el apartamento... Necesitaba tiempo para destruir, con sus propias manos, lo mejor que me había pasado en años.

Lloró, se sacudió y suplicó. La Claudia que conocía jamás hubiese realizado ese espectáculo en un lugar público. Ya no me quedaban dudas que estaba frente a una mujer trastornada, y aunque la sensación fue repugnante, —y aún me siento culpable—, lo único que me importó en ese momento, fue buscar a Luciana. El temor y la desolación no me dejaban pensar con claridad.

Me pongo de pie sacudiendo la hierba en mi ropa y entrego el pago de un mes por adelantado a la encargada, junto a una ayuda extra para el refugio. Me subo al auto y en menos de veinte minutos estoy en al apartamento de Carlson, a quien encuentro listo para irse a trabajar, ahora más destrozado que nunca.

ATRÁPAMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora