Prefacio

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«Un misterio aguarda metros abajo...»

Hojas marchitas danzaban en el suelo. Murmuraban mientras se acomodaban en hileras irreconocibles y temblorosas. Eran arrastradas por el viento a lo largo de la poco concurrida calle Dittersbach, la víctima de atrocidades perturbadoras en una pequeña localidad apartada del ojo de la ley..., la víctima del crimen metros abajo.

A leguas se le veía como una calle serena; adornada con secos pastizales; con hogares que albergaban secciones de madera carcomidas por las termitas y hundida bajo el tinte de los cielos de arreboles. Pero cualquiera que atravesara el vecindario, sería incapaz de ver más allá de un inocente disfraz que ha ocultado, por años, inquietantes crímenes sin resolver, crímenes elaborados en lo más recóndito de las profundidades del suelo.

La calle Dittersbach manchó su imagen y se convirtió en el punto sede de la fatalidad, y en el origen de una irresoluble ola de olvido de la que poco se sabría de los causantes.

Una hoja de periódico que volaba ufana, terminó perdiéndose dentro de una ventana rota y se hizo con la desilusión que significaba no volver a ser leída nunca más, se hizo con la desilusión que significaba no volver a terminar con la vida de alguien que consumiera el encabezado con la mirada: «Un misterio aguarda metros abajo».

Una mancha carmesí había fundido la tinta con que un articulista había plasmado su temor más grande en las últimas líneas.

«"Ellas son inalcanzables. Newirth no dejará de sonar en la penumbra y de hacer eco en las paredes en donde se impregnó su terrible sombra", decían. Ahora ellas se han ido después de encontrar lo que han buscado por años y este lugar esperará por su regreso».

Una grafía carmesí, aguda y fresca, escurría por las paredes de una de las habitaciones metros abajo. Zimmer Tod 15, eran palabras que se hallaban adornando, también, la puerta metálica y oxidada.

Resultaba insoportable atravesar la serie de pasillos que conectaban cada una de esas habitaciones. Un frío alimentado por el suspenso y la incertidumbre, calaba los huesos.

A través de las puertas entreabiertas se escapaban los miles y repetibles lamentos de quienes sufrían, de los atormentados por el verdadero peligro que rondaba por los pasillos y acechaba en la penumbra. Era un peligro que parecía disfrutar de los gritos de ayuda y exasperación de los encerrados, aquellos que atravesaban por un momento bello y sublime.

La Zimmer Tod 15 albergaba en su interior a una mujer. Ella se hallaba recostada; contenidas estaban sus manos por un par de esposas, las cuales, distorsionadas por quien pudiera ser el autor de su rapto, le provocaban lesiones en el perímetro de sus muñecas. De éstas escapaban gotas carmesí forzadas a desviar su rumbo ante la inquietud.

—¡Ayúdenme, por favor! —gritaba desesperada y con la voz quebrada, al tiempo que sus lágrimas, cargadas de rímel, le manchaban las mejillas.

Tan inquietantes eran las súplicas que parecían hacer temblar el suelo de mosaico a cuadros monocromáticos y viejos.

La mujer observaba esquiva y angustiada a su alrededor. Debajo de sus piernas ya corría un pequeño río de sangre proveniente de sus muñecas. Nerviosa e inundada por una gran impotencia, comenzaba a perder la cordura. Inútil resultaba forcejear con las esposas, por lo que solo le quedaba soltarse en llanto.

De pronto, un golpe en seco se escuchó en alguna parte de aquel lugar, muy cerca de la habitación en que la víctima yacía; este fue sucedido por un grito agudo y espeluznante.

—¡Necesito que alguien me ayude! —gritó una vez más. Creyó tontamente que alguien podría servir de ayuda pero solo hubo un silencio prominente.

No pudo intuir la procedencia del ruido antecesor, mucho menos quién lo había provocado. Había decidido imitar el silencio y esperar un poco más; sin embargo, el paso de los segundos la acercaba a un posible desenlace trágico. Trataba de controlar su ruidosa respiración, buscaba apaciguar su corazón que latía con fuerza. Sin que lo pudiera notar, su piel se había erizado y su sudor ya había empapado toda su camisa.

Pronto, un golpe brusco a la puerta le estremeció. Ella advirtió el repentino ingreso de un hombre al lugar.

El visitante se notaba agotado. Vestía un pantalón, zapatos oscuros y una camisa amarillenta que consumía considerables manchas de sangre. Albergaba heridas en su rostro a través de las que escurría el carmesí hasta el borde de su mandíbula.

Aquella mujer pudo determinar de quién se trataba.

—¡Alger! —exclamó.

—Libby —susurró él mientras, sigiloso, se acercaba a ella y se hincaba con las intenciones de liberarla—. Te sacaré de aquí, cariño.

—¿En dónde estamos, Alger? —se atrevió a preguntar de inmediato, denotando en su voz una profunda melancolía.

—Me gustaría saberlo —respondió nervioso, sensación notoria en sus manos.

—Cariño, quiero salir de aquí —agregó mientras Alger continuaba con la labor.

A él, difícil le resultaba liberar a su amada. Se había limpiado la sangre en su camisa para que ello no le causara mayor dificultad con las, extrañamente, afiladas esposas. No había algo en la habitación que pudiera ayudarlo, solo un par de cadenas que colgaban de tubos que atravesaban el techo, el débil fulgor de una lámpara, rastros de sangre y Libby esposada.

—Prometo sacarte de aquí... prometo sacarte de aquí —sentenció una vez que se le acercó para darle un beso en la frente. Lamentablemente, ese sería el último que Libby recibiría, pues de súbito, dos puntiagudas y afiladas hojas metálicas atravesaron el pecho de Alger.

Libby lanzó un grito al ver la vida arrebatada de su amado. Lo vio caer y luego advirtió en la puerta al cruel responsable del asesinato.

Frente a ella yacía un misterioso hombre; un hombre que portaba un sombrero que lograba perderse ante la oscuridad del pasillo al otro lado de la puerta. Cubría su rostro una máscara cuya agobiante mirada desembocaba en una sonrisa inquietante. Vestía un pantalón lange lederhose oscuro y una blanquecina camisa cubierta por un weste del mismo color que el sombrero. En el weste se hallaban dibujados múltiples rostros y figuras de tiza, quizás, creadas por algún niño. De uno de los bolsillos de ese extraño chaleco, extrajo una herramienta similar a las que había usado para el asesinato.

Libby solo le observaba. Sus ojos no dejaban de derramar lágrimas. Todo su ser parecía derrumbarse. Era tal su nerviosismo que las esposas que abrazaban sus muñecas, fortalecían el murmullo del roce metálico.

El hombre misterioso extendió su brazo hacia un interruptor, lo oprimió y provocó que aquella habitación se sumiera en la oscuridad.

—¡No, por favor, aléjese de mí! —suplicaba Libby, desesperada.

Un susurro silenció la habitación.

—Ya es hora de dormir, princesa...

GUÍAME CON UN SUSURRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora