Capítulo 33

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Una vez que se alejó de Brayden, Dunia observó la hora en su reloj de muñeca. Discreta volteó a ver a Fremont. Levantó un poco su brazo para mostrarle el reloj y darle a entender que ya era la hora de irse.

—Señor Brayden —dijo Fremont sosteniendo su puro entre los dedos y expulsando el humo provocado por este—, Dunia tiene que irse, y seguro usted querrá hacer lo mismo. No sería mala idea que la acompañara en el auto...

—Claro —respondió sin titubear para levantarse de su asiento y tratar de estabilizarse.

Resultaba arriesgado que Dunia o Brayden condujeran en sus condiciones a esas horas de la noche; sin embargo, eso poco les importaba. Dunia decidió tomar el volante de un vehículo deportivo utilitario. No olvidaba lo que su superior le había encomendado, y en lo cual Gerard también estaría involucrado, razón por la que él no se encontraba con ellos en casa de Giselle.

Dunia y Brayden partieron de la mancomunidad de Weimar, lugar que le permitiría a la familia de Fremont alojarse hasta el despeje de los judiciales en el circo. Dunia le propuso a Brayden dejarlo sobre la carretera que lo conduciría a su vecindario, a unas cuantas cuadras de donde yacía el circo.

Fue afortunado no tener que advertir vehículos por el camino, mucho menos personas que pudieran asegurar algún inesperado accidente.

Brayden comenzaba a dormitar. Pasaba desapercibido los constantes esfuerzos de su compañera para mantenerse concentrada en el volante. Apenas se adentraron al vecindario Kempten y Dunia comenzó a charlar entre delirios, cuidadosa de no delatar lo que estaría a punto de hacer una vez que tomara dirección hacia la carretera.

—Cuando su esposa llegó al circo por su hija, pude notar que no se interesa en usted.

—De ninguna... manera —trató de responder Brayden—. No hay motivo para creerlo. Sé que ella me ama... tanto como a Elena.

—Si yo fuera su esposa, me hubiera quedado con usted ahí, cuidándolo hasta que se le pasara el efecto del alcohol; porque eso la motivó a irse, creyó que usted estaba ebrio...

—¿Qué? ¿Y qué le dijeron?

—No pudimos hacer mucho. Apenas llegué a donde Giselle y su hermano, y hacer algún intento por detenerla resultó inútil —respondió, y sonriente agregó—: tan inútil como lo describió a usted. Y luego se fue con la niña...

—No puede ser —se lamentó pasando sus manos por su rostro—. De cualquier manera ella y yo ya habíamos tenido nuestras diferencias.

Dunia no mencionó alguna otra palabra, solo mantenía en su rostro aquella sonrisa que iría acentuándose a medida que se adentraban en la carretera.

—Cuando se tiene una discusión, es posible que su relación vea una pronta separación. Muy probablemente la tendría si el amor dejara de persistir en alguno de los dos —comentó ella reduciendo poco a poco la marcha del vehículo.

—Por fortuna..., mi esposa y yo nos amamos. Nunca he dudado de eso. Tenemos una hija que lo comprueba. A pesar de las diferencias, sigo con esa idea.

—Mire que eso motivaría a muchas cosas. Si me sucediera lo mismo, haría de lado a aquel hombre y buscaría a alguien más, a alguien que reemplace lo que dejé de tener.

—Ella no es ese tipo de mujeres —respondió, y acomodándose en el asiento, trató de abrir la puerta para salir; sin embargo, ella lo tomó del hombro y lo volvió.

—Brayden —susurró mientras se le acercaba lentamente—, buscar algo en otra persona, también es cosa de hombres...

Incapaz de hacer algún esfuerzo por zafarse de una débil pero seductora fuerza, Brayden se rindió ante sus palabras. Cayó ante aquel susurro que le recordaba a su mujer y que lo trasladaba a un momento romántico con ella. Dunia no perdía su encanto y ese momento con Brayden le significaba un logro. Ella no desaprovecharía la ebriedad de este para darse gusto.

GUÍAME CON UN SUSURRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora