Capítulo 6

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Dresdner Heide, una zona arbolada, aguardaba bajo la pronta llegada del otoño. Era en invierno cuando las copas de sus altos árboles embellecían la región afectada por la caída de nieve. Durante años, se había mantenido como una zona abierta al público: recibía a diario a decenas de turistas y habitantes aledaños. Sin embargo, era de esperarse que resintiera la misma situación desoladora por la que atravesaban varias localidades de la región.

A través de los fríos y arrugados troncos de los árboles, andaban Elena y su padre, abrigados. Brayden cargaba una pequeña mochila cuyo interior murmuraba ante cada paso sobre el follaje en el suelo.

—Papá, ella no puede dejar de ser presumida solo conmigo. Incluso... —dijo Elena, para quedarse callada.

Brayden detuvo su andar. El interior de la mochila cayó en el silencio. Elena sabía que debía contarle a su padre lo que, a esas alturas, ya no podía callar.

—Cuando Alyssa se enteró del miedo que le tengo a nuestras vecinas, se atrevió a tomarles una foto y a dármela. Lo conté a quienes pude, pero nadie pudo tomárselo en serio. Esa niña se salió con la suya.

—¿Ni tu madre se lo tomó en serio?

—No... sí, sí —respondió a punto de evidenciar la poca importancia que Gianna le daba—. Le conté a mi mami. Ella quería hablar en la dirección del colegio pero ya habían cerrado la escuela.

Cavilante e incapaz de articular palabra alguna, Brayden continuó la caminata. Nada podía hacerse cuando, en el fondo, se amaba con el alma a la victimaria, y por supuesto, a la víctima.

—Tuve la oportunidad de ver uno de tus dibujos, el que hiciste ayer... —comentó Brayden de pronto—. Hija, ¿qué piensas sobre conocer más de las vecinas?

—De ninguna manera, papá —respondió de inmediato.

—¿Sabes por qué tienes miedo cada que escuchas de ellas? Es por la gran imaginación que tienes. Mira, hija, a ti te gusta el color negro, esas mujeres visten del mismo color, ¿por qué te causarían miedo? Las dibujaste con un color blanco.

—Lo hice porque así se verían mejor. Pero... sus vestidos no son lo que me hacen tener miedo... Son sus rostros.

—No entiendo por qué temer simplemente por sus rostros. Son mujeres jóvenes, no tienen algo en el rostro que las haga ver como dos personas tenebrosas.

—La sonrisa de una de ellas dice todo lo contrario... y sus miradas. Con eso me doy cuenta de que una sonrisa no siempre es un signo de felicidad y tranquilidad.

—Esas mujeres tienen sus motivos. Tal vez han pasado por algo que las ha hecho mantener esas expresiones.

—Como ¿haber escapado de prisión?

—No hay que adelantarnos a los hechos, hija...

—¿Por qué se tuvieron que mudar a nuestro vecindario? —reclamó como si su padre fuera el causante.

—Elena, debes tener en cuenta esto: tú estás muy segura con nosotros. Tu madre y yo, no permitiremos que nada malo te pase. No quiero que sigas pensando que esas mujeres son malas, y mucho menos que creas que se traten de asesinas —dijo, y de repente, una fría corriente de viento les estremeció.

Aquellas palabras de su padre significaron mucho para la pequeña. Ello representaba el inicio de un esfuerzo por poder relacionarse o tratar de relacionarse con uno de sus más grandes temores.

Ya habían caminado unos cuantos metros. Atravesaron un par de troncos que yacían rendidos en el suelo. Se habían encontrado con las siluetas intermitentes de los animalitos entre el follaje y los arbustos.

GUÍAME CON UN SUSURRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora