| ❄ | Capítulo veintiuno

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No sabría decir cómo logré llegar a mis aposentos. La cabeza no había dejado de darme vueltas tras el precio que lord Airgetlam había puesto a su silencio; Nicéfora era una persona imprescindible en mi vida y el joven noble había decidido utilizarla en mi contra, convirtiéndola en un arma que emplear para hacer que yo cediera a sus pretensiones. Si no aceptaba sus condiciones, lord Airgetlam se encargaría de hacer saber a todo el mundo lo que había sucedido entre mi mejor amiga y el primogénito del conde; la familia de Nif estaba bien posicionada dentro de la corte, pero no podía compararse con lord Vaysser y la suya.

De hacerse público, el escándalo estallaría y la única perjudicada sería Nicéfora. Mis padres, con el propósito de protegerme, la alejarían de mi lado y yo no podía perderla; de todas mis damas de compañía, ella era la que más había conseguido encajar conmigo. Ella era la que había logrado hacerme reír con su incisivo humor y ese don que tenía para saber hasta el último chisme que era el foco de todos los cotilleos dentro de la corte.

Además, le había prometido que yo me haría cargo de todo.

Que no permitiría que nadie se enterara.

Debía haber previsto que lord Airgetlam no estaría conforme con haberme mostrado el paradero de lord Alister la noche anterior. Debía haberme adelantado a sus intenciones.

Encontré a Nicéfora en la terraza privada de mis aposentos, con un plato lleno de fruta que no había tocado. Berinde estaba atenta de mi amiga, aunque manteniendo las distancias; se me encogió el corazón al verla encogida, vestida aún con uno de mis camisones, en la silla que ocupaba y con la mirada perdida en algún punto más allá de la balaustrada de piedra.

Me acerqué a ella y puse una mano sobre su hombro. Su cuerpo se sobresaltó bajo mi contacto, pero volvió a relajarse cuando giró el cuello y me descubrió a su espalda; esbocé una sonrisa mientras la rodeaba y ocupaba la silla que quedaba a su lado. Nif volvió a clavar sus ojos en la lejanía, en silencio. No había sido una noche sencilla, la había escuchado llorar quedamente, hecha un ovillo en su lado de la cama; su sufrimiento era el mío y me sentía impotente por no saber qué hacer para aliviar su dolor. Me frustraba.

De haber sido al revés, seguramente ella habría encontrado las palabras adecuadas, pero yo nunca había tenido esa facilidad.

Berinde se movió por la periferia de mi campo de visión, acercándose a mí. Con movimientos llenos de eficiencia, empezó a servirme parte del contenido de las fuentes que habían dejado sobre la mesa; le di las gracias y la despaché con una sonrisa para que nos dejara a solas.

Esperé hasta que la terraza estuvo vacía a excepción de nosotras dos. Nicéfora continuaba encerrada en su hermético silencio, con la mirada perdida y atrapada en sus propios pensamientos.

Humedecí mi labio inferior, pensando en cómo debía iniciar la conversación.

—Aún no te he dado las gracias —dijo Nif con un hilillo de voz.

Cubrí la mano que tenía apoyada sobre la mesa con la mía.

—Sabes que haría cualquier cosa por ti, Nicéfora —le aseguré—. Nada de lo que ha sucedido cambiará eso, te lo juro.

Ella había tenido miedo de que lo sucedido con lord Alister pudiera destruir nuestra amistad, que yo me hubiera sentido traicionada y ya no la quisiera más a mi lado. Quizá hubiera creído que tomaría cartas en el asunto, que hablaría de ello y hundiría tanto su vida como su futuro.

Nif apartó la mirada de la visión de más allá de la balaustrada para clavar sus ojos en los míos. Apreté los dientes al ver el reborde enrojecido que delataba que había estado llorando de nuevo; maldije de nuevo a lord Alister y a mí misma por haber tenido la estúpida idea de haber convertido a Nicéfora en mi carabina, con el único propósito de encontrar algo de diversión en mis encuentros con el hijo de lady Dorcha.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora