| ❄ | Capítulo veintiocho

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Un trozo de leña crujió en la chimenea, rompiendo la quietud de mis aposentos. Hacía unos minutos que Mirvelle se había marchado, tras presentarse allí con la excusa de querer ponerme al corriente de los últimos cotilleos que habían llegado a sus oídos; fingí no ser consciente de sus verdaderas intenciones, de la preocupación que aún compartía junto al resto de mis doncellas: tras nuestra salida a los jardines, había vuelto a refugiarme en mis habitaciones, limitándome a bajar hasta el comedor cuando debía reunirme con mis padres.

Mi pena y melancolía no habían desaparecido, aunque la culpa sí. Después de que lord Darragh me asegurara que la responsabilidad que yo suponía para lady Amerea no había supuesto un impedimento para que ellos, sangre de su sangre, tanto lord Darragh como su hermano menor, pudieran estar cerca de ella; mis miedos, la voz que había estado acosándome desde que nuestros caminos se cruzaran por primera vez, habían resultado ser infundados. A pesar de ello, una parte de mí no lograba pasar página.

Aún seguía de luto, llorando por la pérdida.

Mis recuerdos de niñez estaban plagados de momentos en los que la mujer me había acompañado. La reina, al ser primeriza, había acudido a ella debido a los viejos lazos que lady Amerea había mantenido con la corona en el pasado; lord Herric había sido un amigo cercano del rey Biorach, quien le supo guiar en los momentos en los que se sentía perdido y nunca quiso el puesto de consejero que mi abuelo.

Fue una de las pocas ocasiones en las que mi madre y la reina Deedra estuvieron de acuerdo en algo: la heredera de la Corte de Invierno necesitaba los mejores cuidados que pudiera requerir.

—Alteza —la suave voz de Berinde se coló en mis pensamientos.

Pestañeé, saliendo de mi turbulenta nube, para descubrir a mi doncella inclinada sobre mí con una expresión cauta.

—Vuestra dama de compañía está aquí —me anunció en un susurro.

Fruncí el ceño. Mirvelle parecía haberse dado por vencida conmigo al ver que no era capaz de compartir con ella el júbilo tras confesarme, con las mejillas arreboladas, que estaba preparada para dar el siguiente paso y que sus padres estaban de acuerdo: mi joven dama de compañía más tarde o más temprano pasaría a estar comprometida, posiblemente, con un completo desconocido. Quizá debería aprovechar su regreso para disculparme por mi reprochable comportamiento...

Agité la mano.

—Hazla pasar —le pedí.

Berinde asintió antes de ir hacia la puerta. Una sombra de inquietud se extendió por mi cuerpo cuando vi que no era Mirvelle quien cruzaba el umbral, caminando junto a mi doncella; la preocupación que mostraba su cara en los jardines, tras mi breve encuentro con lord Darragh, permanecía grabada en mi mente. Opté por mantener las distancias con Nicéfora, un poco dolida, después de que mi dama de compañía pareciera abrirse levemente a mí, dándome el motivo que la había empujado a no cumplir con sus responsabilidades con normalidad, alegando problemas de salud.

Aquella noche, al descubrirla desolada en esa habitación, atemorizada, le había asegurado que lord Alister nunca nos separaría.

Ahora no podía evitar sentir que ese maldito malnacido estaba haciéndolo, a pesar de encontrarse a kilómetros de distancia, en Ymdredd.

Mis extremidades se quedaron paralizadas por la impresión de verla allí, con su mirada ya clavada en mí. Era más que evidente que no esperaba su presencia, que había creído erróneamente que se trataba de otra de mis damas de compañía; no tenía fuerzas suficientes para enfrentarme a Nicéfora, plantarnos cara a cara y exponer claramente qué estaba sucediéndonos, pero no tenía otra salida.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora