| ❄ | Prólogo

6.7K 512 75
                                    

Me removí sobre la silla que habían traído para mí, haciendo que mi institutriz dirigiera una mirada de inconfundible censura por aquel ínfimo movimiento con el que intentaba evitar que todo mi cuerpo continuara estando agarrotado por las largas horas que llevaba en la misma posición, a la espera de noticias.

El pasillo del castillo se encontraba demasiado transitado para mi gusto, todos ellos expectantes: doncellas y sirvientes iban en ambas direcciones, todos ellos con los brazos repletos de toallas manchadas y palanganas vacías; algunos consejeros de mi padre también estaban allí, revoloteando cerca de él y susurrándole al oído mientras el rey no paraba de lanzar miradas en dirección a las dos puertas cerradas a cal y canto.

Volví a agitarme en mi sitio ante la imagen de aquellos hombres y la mano de lady Amerea se colocó firmemente en mi inquieta pierna, cubierta por la falda de mi vestido; mi madre me había dejado a su cargo al poco tiempo de que lograra pronunciar mis primeras palabras, alegando que una princesa necesitaba tener una base sólida en lo referido a mi educación.

Como la mayoría de hijos e hijas de familia noble.

Dirigí mi mirada hacia el rostro de lady Amerea, quien mantenía la espalda recta contra el respaldo de la silla que ocupaba y no se había movido ni un solo centímetro en lo que llevábamos de espera.

—¿Por qué tarda tanto? —pregunté.

A pesar de mis seis años, había algunas cuestiones que no lograba comprenderlas. Aquélla era una de ellas: las horas que llevábamos esperando en aquel pasillo, observando el trasiego que había por parte del servicio y que procedía del dormitorio de mi madre, en cuyo interior se encontraba.

Lady Amerea esbozó una media sonrisa —siempre comedida, tal y como me había enseñado— mientras la mano que aún mantenía sobre mi pierna se alzó unos centímetros para darme una discreta palmadita.

Los susurros entre los presentes llenaban el ambiente como un zumbido algo molesto, aumentando el nerviosismo que reinaba en aquella parte del castillo.

—Estos asuntos llevan su tiempo, Dama de Invierno —me explicó con paciencia—. Traer al mundo un bebé no es sencillo...

Mis labios se fruncieron en un mohín.

La Corte de Invierno había celebrado la noticia del segundo embarazo de mi madre, del mismo modo que lo hizo cuando se anunció que la reina Méabh estaba esperando su primer hijo; todo ello motivado por la posibilidad de que el tan anhelado heredero llegara al fin. Sin embargo, nací yo y, aunque se llevaron a cabo bailes y recepciones en mi honor, no todo el mundo pareció complacido con la noticia de que el primogénito de los reyes de Invierno resultara ser una niña.

Ahora que mi madre había logrado otro embarazo, la corte contenía la respiración ante aquella nueva oportunidad. Desde que se hiciera público, no había dejado de escuchar en esos nueve meses que la Corte de Invierno pronto tendría al futuro rey. El Caballero de Invierno.

El heredero.

Le pregunté a mi madre por qué yo no era suficiente, ella me miró con seriedad y me dijo que las leyes solamente permitían que eso sucediera cuando no había más descendencia; cuando no había hombres que pudieran llevar la corona y, aun así, las mujeres que eran coronadas debían contar con un esposo que pudiera ayudarles a llevar las riendas. Más tarde comprendí que ni siquiera en aquellos casos las reinas eran quienes realmente tenían el poder, sino sus esposos.

Una oleada de gritos nos llegó desde el interior del dormitorio, donde mi madre luchaba por dar a luz al posible heredero de mi padre, provocándome un sobresalto. Mis ojos se dirigieron de manera inconsciente hacia las puertas cerradas, pillando al rey por el rabillo del ojo moviéndose con evidente nerviosismo.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora