| ❄ | Capítulo cuarenta

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Al menos los elementos parecieron apiadarse de mí: la yegua no trató de echar a correr de nuevo, limitándose a corcovear en el sitio. Me quedé unos instantes tendida en el suelo, intentando recuperar el resuello; el bosque parecía haber vuelto a la normalidad, la amenaza que nos había perseguido se había desvanecido, pues ya no había nerviosismo en los movimientos de mi montura.

Traté de tomar una bocanada de aire, notando una molesta punzada en mis pulmones a causa del golpe, y me apoyé sobre las palmas, buscando el suficiente impulso para incorporarme, pues era evidente que mi excursión había llegado a su fin. Se me escapó un gruñido de dolor al apoyar el tobillo que había quedado atrapado en el estribo: una oleada de fuego pareció recorrerme hasta la pantorrilla y casi podía notar punzantes palpitaciones en la zona.

Me dejé caer al suelo de nuevo al notar que mi tobillo herido no sería capaz de sostenerme por mucho más tiempo. Tanteé con manos inseguras la caña de la bota, presionando con cuidado; siseé de molestia al sentir la misma oleada de agónico dolor extendiéndose bajo mis dedos.

La yegua bufó y bajó su cabeza hacia mí, olfateándome. La aparté de mala gana, lanzándole una mirada desdeñosa mientras mi mente intentaba dar forma a un plan que me permitiera regresar al palacio; el tobillo herido era un hándicap, pues notaba una contundente palpitación y había podido comprobar que no podría mantenerme mucho tiempo en pie debido a ello.

Me mordí el labio inferior, indecisa. No era sanadora y tampoco tenía conocimientos relacionados con la sanación, por lo que no podía saber si estaba roto o fracturado; no sabía si aquel sufrimiento era temporal, pero no podía perder un segundo más en aquel bosque. No cuando esa presencia invisible que había agitado hasta tal punto a mi montura podía regresar en cualquier momento.

Contemplé las pocas opciones que tenía, dadas las circunstancias. Mi magia se removió levemente en mi interior, como si quisiera recordarme su existencia; mis dientes se clavaron más fuerte en la tierna carne de mi labio al pensar en ella. ¿Acaso no había visto a otros empleando su propio poder para curar? ¿Acaso no me había resultado sencillo... sin peligro?

No había vuelto a tocar mi magia desde la noche en que perdí el control, asolada por la noticia del compromiso de Mirvelle. Aún recordaba cómo el hielo se había abierto paso a través de mí como una corriente furibunda; aún recordaba cómo mis energías habían menguado tras aquel estallido, el dolor sordo que sacudió mi cuerpo mientras intentaba recuperarse del caos que yo misma había provocado. Un ramalazo de miedo atenazó mi estómago, generando las primeras dudas. ¿Qué sucedería si perdía el control?

Aparté mis manos del tobillo de forma inconsciente. No podía usar mi magia, no quería correr el riesgo de que se volviera contra mí, por muy sencilla que pudiera resultar la tarea de intentar curar mi propio tobillo.

Una amarga decepción trepó por mi garganta ante los temores que me producía mi propio poder, un poder que nadie se había molestado en enseñarme a usarlo. El maestro Aen se había limitado a colocar delante de mí pesados volúmenes sobre distintas materias que me resultarían útiles en el futuro, cuando tuviera que enfrentarme al resto de cortes como la Dama de Invierno, pero nadie había intentado mostrarme hasta dónde alcanzaba mi magia. Cómo emplearla.

Cómo no temerla.

Como la cobarde que era, apreté mi rostro contra los muslos, tragándome un sollozo.

Como la cobarde que era, apreté mi rostro contra los muslos, tragándome un sollozo

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DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora