| ❄ | Capítulo veinte

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Ayudé a Nicéfora a eliminar cualquier prueba que pudiera incriminarla sobre lo sucedido en aquella habitación, además de prometerle guardar silencio. No obstante, si queríamos que aquella noche quedara en el olvido, y el desliz de Nicéfora continuara siendo un secreto, antes tenía que atar un par de cabos que quedaban pendientes.

Convencí a mi amiga para que viniera conmigo y durmiera en mis aposentos. Lo sucedido con lord Alister la había hundido y, sospechaba, aún le quedaban lágrimas que derramar; conocía lo suficiente a mi amiga para saber que sus sentimientos hacia el joven, el hecho de que se hubiera atrevido a cruzar ese límite, eran demasiado intensos. Demasiado fuertes.

Acompañé a Nicéfora hasta mi dormitorio, con un protector brazo sobre sus hombros, y anuncié a mis doncellas que ella se quedaría allí durante lo que quedaba de noche. No era la primera vez que lo hacía: en ocasiones, organizaba ese tipo de veladas con el resto de mis damas de compañía. Nos quedábamos despiertas hasta tarde, cotorreando sobre los últimos rumores que eran la delicia en los círculos sociales y charlando de temas insustanciales.

Berinde se encargó de poner al resto de mis doncellas en movimiento, repartiendo órdenes mientras se acercaba a la chimenea para avivar el fuego. Conduje a Nicéfora hasta uno de las otomanas que estaban más cerca de ella y mi amiga se sentó con aire abatido; Berinde me lanzó una mirada preocupada por el estado en el que se encontraba, pero yo negué con la cabeza.

Mi doncella no dijo nada al respecto y echó otro trozo de leña a las llamas.

Otra trajo consigo un par de mantas, depositándolas en un hueco libre. En el dormitorio, oí el trasteo de las que estaban preparando nuestra ropa de cama para cuando decidiéramos irnos a dormir. Miré a Nicéfora, su expresión forzosamente estoica mientras intentaba contener una nueva oleada de lágrimas; rememoré su gesto destrozado al contemplar las mantas manchadas de su sangre, el modo en que había apartado la mirada mientras tragaba saliva con esfuerzo, consciente del peso de sus actos.

Desde niñas se nos aleccionaba sobre la pureza, la importancia que tenía de cara al futuro... a nuestro futuro. Debíamos preservarla para nuestro futuro marido, era lo que se nos repetía una y otra vez; cruzar esa línea de no retorno con alguien que no fuera él era una condena. Una deshonra, en especial para su familia. Que Nicéfora hubiera decidido hacerlo... Apreté los labios, incapaz de seguir ese pensamiento. Sabía que ese momento llegaría algún día y, aunque nunca había trato de profundizar en ese tema, aquella noche no pude evitar hacerlo. Al contrario que Nicéfora, yo no me entregaría por amor; no lo haría con alguien hacia quien pudiera sentir algo que no fuera deber y compromiso.

Berinde hizo salir a mis doncellas con un enérgico movimiento de mano antes de dejarnos completamente a solas. Me fijé en que alguien había colocado sobre la mesa un par de humeantes copas; me acomodé junto a Nicéfora y ella bajó la cabeza, desechando la fachada de falsa entereza que había utilizado delante de mi servicio. Rodeé sus hombros de nuevo, con el corazón encogido por no saber cómo actuar.

En aquella habitación le había asegurado que no me perdería, que lo sucedido con lord Alister no afectaría nuestra amistad. Estaba hablando en serio cuando se lo dije: ese chico no significaba nada para mí y lo único que me molestaba del asunto había sido la forma en que había hablado de la relación que había mantenido con Nicéfora, lo desdeñoso que había sonado tras lo que había hecho. Lord Alister no saldría perjudicado, de salir a la luz lo sucedido entre ambos; quizá, incluso, le beneficiaría de cara a su padre, haciéndole saber que no era tan pusilánime como creía.

No obstante, no sabía cómo consolar su corazón roto. Era la primera vez que me enfrentaba a ese tipo de situación y no soportaba ver a mi amiga de ese modo; Nicéfora siempre había sido vivaz y sonriente. Encantadora.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora