| ❄ | Capítulo treinta y siete

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Como era previsible, la noticia de nuestro inminente viaje a la Corte de Verano se extendió como la pólvora. La reina, tal y como prometió, acudió a mis aposentos en compañía del sastre real con el propósito de inspeccionar desde el primer minuto la elaboración del guardarropa que llevaría durante el tiempo que estuviésemos allí; las horas parecieron alargarse hasta convertirse en semanas mientras me obligaba a quedarme quieta en aquel bloque de madera que los aprendices traían consigo y veía al hombrecillo dar vueltas a mi alrededor, lanzando comentarios y buscando la aprobación de mi madre, quien seguía con atención cada uno de sus movimientos.

Fue como si hubiésemos retrocedido en el tiempo y volviera a ser una inquieta niña de seis años que esperaba con impaciencia a que aquel suplicio de finas agujas y trozos de tela llegara a su fin.

Los elementos parecieron apiadarse de mí en esta ocasión, reduciendo notablemente aquel suplicio y haciendo que el tiempo corriera en mi contra; en un simple pestañeo las semanas pasaron volando, empujando a que el servicio se afanara con mayor ímpetu para que todo estuviera listo cuando partiéramos desde la Corte de Invierno hacia la Corte de Verano, evitando cualquier retraso.

Mis pesados baúles habían sido apilados cerca de la puerta, todos ellos llenos de nuevos y vivos vestidos; todos ellos siguiendo la eterna moda de la Corte Seelie de usar tonos alegres y cálidos, además de vaporosos tejidos. Mi labios se fruncieron al contemplarme en el espejo de mi dormitorio: una de mis doncellas había decidido recogerme el cabello en una intrínseca corona donde había intercalado entre mis mechones cintas de un elegante tono plateado en contraste con la blancura de mi pelo. El vestido era una pieza de color celeste que dejaba parte de mis hombros al descubierto, un fino cinturón plateado con perlas rodeaba mi torso por debajo de mis pechos, ciñéndolos de un modo que me incomodaba; la capa externa de la prenda, tan vaporosa y brillante que parecía líquida, se abría en forma de V invertida, cayendo con gracia hacia mis pies, donde formaba un reluciente charco de tela. La inferior, de un sedoso tono más oscuro de celeste, se ajustaba a la altura de mi cintura antes de seguir el mismo patrón que la otra.

Las mangas se abullonaban a la altura de mi codo, dejando que el resto de la tela se deslizara hasta alcanzar casi la altura de mis tobillos.

—Alteza —la voz de otra de mis doncellas me salvó de seguir contemplando mi reflejo y aumentar el nudo que se había formado en mitad de mi garganta.

Me giré hacia la joven que me había interrumpido y la descubrí a mi espalda, con una media sonrisa solícita. Entre las manos llevaba una pesada capa forrada en piel que lazó en mi dirección.

—No os olvidéis de ella —me recordó con suavidad.

Le respondí con otra sonrisa y tomé la prenda con cuidado. El tejido con el que estaba confeccionado mi vestido no estaba pensado para el tipo de temperaturas que imperaban en la Corte de Invierno; incluso en esos instantes, y a pesar de la chimenea encendida de la otra sala, podía sentir el leve mordisco del frío en mi piel, apenas protegida por la prenda que vestía.

Coloqué la capa sobre mis hombros, agradeciendo aquel peso y protección.

—¿El equipaje...? —pregunté.

La doncella bajó la cabeza.

—Los mozos no tardarán en venir para cargarlo en vuestro carruaje, Alteza —respondió antes de añadir—: El rey ha dado orden de que preparen uno para vos.

Mis viajes junto a mis padres habían terminado hacía tiempo. Como única heredera al trono de la Corte de Invierno, era un riesgo que el monarca como la princesa viajaran en el mismo vehículo; en nuestra historia familiar contábamos con ciertos antecedentes donde algunos atentados perpetrados contra la familia real se habían saldado con las vidas tanto del rey como del heredero. Era una decisión peligrosa.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora