| ❄ | Capítulo treinta y ocho

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Me pasé los dedos por la nuca, humedeciéndomelos con mi propio sudor. Había olvidado la sensación viscosa que se adhería a mi piel gracias a la temperatura tan distinta que imperaba en aquel reino; había olvidado aquel intenso aroma que acompañaba la tímida y discreta brisa que agitaba trémulamente las vaporosas cortinas de mi dormitorio.

Mi mirada recorrió la habitación, que había resultado ser la misma que había ocupado la primera vez que puse un pie allí, en la Corte de Verano. Nada parecía haber sido modificado en aquellos años de ausencia, nadie parecía haber tocado ni un solo objeto del mobiliario; a excepción de las doncellas que los monarcas habían puesto a mi disposición, todo seguía igual. Pero yo no me sentía del mismo modo, ya no era la princesa cargada de curiosidad infantil, deseosa de complacer y hacer sentir orgulloso a su padre.

Solté un suspiro de resignación y miré la humedad que cubría la punta de mis dedos. Tanto en aquel entonces como en el presente me había visto en la obligación de tomar baños de agua fría demasiados seguidos para intentar combatir aquella agobiante temperatura que volvía el ambiente cargante e incómodo; no obstante, aquella medida no parecía estar surtiendo el efecto que deseaba: apenas habían pasado unos minutos desde que hubiera salido de la tina y el poco frescor que se había mantenido adherido a mi piel ya se había desvanecido, secándola para que una nueva capa de sudor la cubriera otra vez.

Por todos los elementos si la fina bata que llevaba estaba empezando a convertirse en un estorbo...

—Nyalim —pronuncié el nombre de una de las doncellas que pertenecían al servicio del rey de Verano.

La interpelada no tardó un segundo en alzar la mirada en mi dirección, a la espera de que yo diera mi orden.

—¿Cómo lográis sobrevivir a este... a este infierno? —bufé, removiéndome sobre el diván en el que me había desplomado nada más abandonar el baño.

La mirada de la doncella brilló de comprensión antes de dirigirme una sonrisa llena de amabilidad. Nyalim era la única de las tres jóvenes que habían sido transferidas a mi reducido servicio que no parecía recelar de mí; sus dos compañeras, de mayor edad, aún mostraban cierta reticencia, como si mis preguntas corteses sobre su hogar formaran parte de algún maquiavélico plan por mi parte.

Mi inocente doncella tomó la jarra que había junto a ella y rellenó una copa que me acercó un instante después. Sus ojos castaños relucían de diversión... pero no la misma que había visto en las miradas de algunas jóvenes pertenecientes a alguna de las Cortes Seelie: predatoria. Retorcida.

Incluso siniestra.

—Estamos acostumbrados a esto, Alteza —me respondió con simpleza, animándome con un gesto de cabeza para que bebiera de la copa—. De igual modo que vos estáis acostumbrada al frío de vuestro hogar...

Recliné mi cabeza contra el respaldo del asiento. Las palabras de Nyalim evocaron imágenes de la Corte de Invierno, de la fina capa de nieva que cubría cada palmo... De cómo nos protegíamos con capas forradas de piel, gruesas para combatir contra el aire gélido; deseé que aquellos recuerdos me ayudaran a mitigar el calor, que un simple pensamiento lo hiciera desaparecer.

Me llevé la copa a los labios, agradeciendo la frescura que desprendía el metal contra las palmas de mis manos, dando un largo sorbo.

Apenas habían transcurrido dos días desde nuestra llegada. La Corte de Primavera había sido la primera en viajar hasta allí, un viaje mucho menos fatigoso debido a la cercanía que existía entre ambas cortes; nosotros habíamos sido los siguientes, quedando únicamente la Corte de Otoño, quien había aparecido luciendo sus esplendorosos colores ocres y marrones con orgullo.

DAMA DE INVIERNO | LAS DOS CORONAS ❄ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora