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Percy

A la salida del vertedero, tropezamos con un camión de remolque tan desvencijado que parecía que también lo hubiesen dejado allí como chatarra. Pero el motor arrancó y tenía el depósito casi lleno, así que decidimos tomarlo prestado. Thalia conducía, pues parecía menos aturdida que los demás.

—Los guerreros-esqueleto aún andan por ahí —nos recordó—. Tenemos que seguir adelante.

Avanzamos por el desierto bajo un cielo limpiamente azul. La arena brillaba de tal modo que no podías ni mirarla. Zoë iba en la cabina con Thalia; Grover, Harry y yo, en la caja, apoyados en el cabrestante.

El aire era caliente y seco, pero el buen tiempo parecía un insulto después de perder a Bianca. Llevaba apretada en la mano la figurita que le había costado la vida. Aún no tenía claro qué dios se suponía que era. Nico lo sabría. ¡Dioses...! ¿Qué iba a decirle a Nico? Quería creer que Bianca seguía viva en alguna parte. Pero tenía el funesto presentimiento de que había desaparecido para siempre.

—Tendría que haberme tocado a mí —dije—. Tendría que haberme metido yo en el gigante.

—¡No digas eso! —dijo Harry alarmado, me sentí mal al escuchar como su voz se quebraba más, lo abracé por mero instinto y pareció agradecerlo, escondiendo su cara en el hueco de mi cuello.

—Bastante terrible es que hayamos perdido a Annabeth. Y ahora a Bianca. ¿Crees que podría resistirlo? —Grover se sorbió la nariz—. ¿Crees que habría alguien dispuesto a ser mi mejor amigo?

—Ay, Grover...

Se secó los ojos con un pañuelo grasiento que le manchó la cara, como si llevara pinturas de guerra.

—Estoy... bien.

Pero no lo estaba. Desde lo sucedido en Nuevo México con aquel viento salvaje que había soplado de repente, se lo veía más frágil y sentimental que de costumbre. No me atrevía a hablar de ello, porque igual empezaba a sollozar.

Tener un amigo que pierde la calma más fácilmente que uno no deja de ofrecer una ventaja. Comprendí que no podía continuar deprimido. Tenía que dejar de pensar en Bianca y espolear a los demás, como hacía Thalia. O como solía hacerlo Harry conmigo.

Se nos acabó el depósito a la entrada de un cañón. Tampoco importaba, porque la carretera terminaba allí. Thalia se bajó y cerró de un portazo. En el acto, reventó un neumático.

—Estupendo. ¿Y qué más?

Escudriñé el horizonte. No había mucho que ver. Desierto en todas direcciones y, aquí y allá, algún grupito de montañas peladas y estériles. El cañón era lo único interesante. El río en sí mismo no era gran cosa: tendría unos quince metros de anchura y unos cuantos rápidos, pero había abierto una garganta muy profunda en mitad del desierto. Los riscos se precipitaban vertiginosamente a nuestros pies.

—Hay un camino —señaló Grover—. Podemos bajar al río.

Estiré el cuello para ver a qué se refería y descubrí por fin un saliente diminuto que bajaba serpenteando.

—Eso es un camino de cabras —murmuró Harry, saliendo de detrás de mi espalda.

—¿Y qué? —preguntó él.

—Que los demás no somos cabras.

—Podemos hacerlo. Me parece a mí.

Me lo pensé dos veces. Había cruzado precipicios otras veces, aunque no me gustaban demasiado. Entonces miré a Thalia y vi lo pálida que se había puesto. Su problema con las alturas... ella no lo conseguiría.

Campeón [finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora