EPÍLOGO

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Nuestras vidas se componen de diferentes etapas en las que las cosas que amamos y conseguimos lograr u obtener, se combinan ambiguamente junto a las que vamos perdiendo y extrañando por el camino. Cada vida es única e irrepetible y desde bien pequeños nuestras ilusiones aparecen para aumentar día a día nuestras ganas de dejar huella en este mundo, que con el paso de los años se hace tan pequeño.

Lo primero que aprendemos a conocer son nuestros propios sentidos, poco antes de esbozar nuestra primera sonrisa o pronunciar nuestra primera palabra. Y cuando nuestros pies son capaces de ponerse uno delante de otro y aguantar el equilibrio, ahí es cuando empieza nuestra aventura en la vida.

La infancia es la etapa de las ilusiones, donde casi cada acto o cosa que aprendemos y hacemos, se convierte en la primera vez que experimentas tal cosa. Y la adrenalina y la felicidad inundan nuestros cuerpos mientras nuestras mentes absorben cada conocimiento que entra en ella.

La felicidad e inocencia, se empieza a perder cuando nuestra niñez se ve interrumpida por la complicada adolescencia. En ese momento, aprendemos que las ilusiones que nos habían intentado hacer creer, no eran del todo certeras.

Nuestra personalidad se refuerza a esa edad. Hacemos amistades, finalizamos los estudios y nuestro cuerpo y alma experimenta por primera vez lo que es sentir estar enamorado. Pero también es una etapa en la que la confusión por cada paso se apodera de nosotros, las decepciones empiezan a acumularse hasta casi perder la cabeza...e incluso algún que otro amor.

En el caso de Rei, pese a tener una buena infancia y cursar con éxito el camino que quería alcanzar desde bien pequeño, había tenido que renunciar a seguir ese camino junto a toda esa gente que quería y que le había acompañado tanto tiempo. Habían dejado su mano y abandonado su camino sin poder remediarlo u oponerse.

Pero él los seguía llevando tras su espalda.

La plena felicidad la había sentido en cuando Shiho entró en su vida de verdad y se enamoró de ella perdidamente. La pelirroja había sacudido su vida de un día a otro y lo hizo de la misma manera el momento en que se marchó.

Se sentía como si hubiese sido expulsado del Edén.

Pero él ya había tenido contacto con su sangre antes de que ella misma naciera. Había tocado la barriga abultada de su madre cuando aún la cargaba dentro de ella, y le había visto de sus primeros pasos y desaparecer junto a sus padres poco después. Parecía que siempre acababa viéndola escurrirse tras sus ojos. 

El rubio ya estaba acostumbrado a convivir con su propia soledad y compañía, no le disgustaba, pero ni de lejos era comparable con lo rápido que pasaban los minutos cuando la pelirroja estaba a su alrededor. Incomparable.

Llegar a ser adulto, no implicaba conseguir tener una vida plena de felicidad y lograr tener el trabajo de tu vida, una mujer, hijos perfectos y puede que un par de perros o gatos. Los caminos te desviaban hacia muchas direcciones a casi cada paso que das. Y cualquiera de ellos puede provocar un cambio drástico en tu vida diaria.

Había aprendido a aprovechar esos pequeños momentos de felicidad e intentar bloquear la tristeza y nostalgia en los momentos más flojos.

Sus ojos se abrieron al notar las mejillas húmedas y al momento se percató de la presencia de Haro sobre la cama, intentando llamar su atención a lengüetazos.

"Ya basta Haro, sal de la cama." Le ordenó el rubio con la voz somnolienta mientras lo apartaba con la mano.

Se dio la vuelta hacia la ventana aún oscura por la noche, cerrando los ojos mientras intentaba conciliar el sueño una y otra vez hasta suspirar cansado y salir de la cama derrotado. El reloj aún marcaba una hora demasiado temprana para despertarse, pero Rei lo ignoró y salió de la cama en busca de un poco de café, para al menos, deshacerse del cansancio que cargaba.

Vivir sin ver amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora